El Poorva Express entra en la estación de Varanasi con más de tres horas de retraso. Alrededor de las nueve de la noche las dos locomotoras comienzan a resoplar como un búfalo al tiempo que decenas de pasajeros se deslizan por las puertas antes de que un inmenso desfile de vagones pare del todo. Entonces, cientos de personas descienden las dos escalerillas y los vendedores se apresuran para deshacerse de la mayor cantidad de comida posible.
En la India, 11.000 trenes fatigan el país, un territorio que multiplica por seis la superficie de España y por 26 su población. A veces, uno de esos «animales mitológicos» llega puntual, otras desesperadamente tarde; unas veces trotan de día, otras de noche, siempre con estruendo; espantan a vacas que pasean por los andenes y a ratas de las vías. En sus tripas albergan personas apelotonadas en la «sleeper class», otras durmiendo en plácidas literas, otras asomando los pies y la cabeza por la puerta abierta que ventila los vagones más humildes…
A las nueve de la noche las dos locomotoras comienzan a resoplar como un búfalo al tiempo que decenas de pasajeros
se deslizan por las puertas
El ferrocarril, más allá de un medio de transporte que sólo en la India transporta a alrededor de once millones de almas al día, supone un símbolo en el viejo imaginario del mundo colonial. Inglaterra, como potencia mundial en el siglo XIX, desarrolló un eficaz modelo de comunicación para el suministro de materias primas y la expansión de su economía siguiendo el clásico modus operandi del guión comercial colonial: explotación de cultivos en el interior y transporte a los puertos marítimos para servir a Londres a cambio de artículos de la metrópoli. Pero ese desarrollo, impulsado por el ferrocarril y otros medios de comunicación, también articuló una cohesión cultural en el propio país.
Ser testigo de toda ese fértil caladero de anécdotas hace de este país uno de los más atractivos para los apasionados del tren
Hoy, las clases populares se pueden mover por una red que alcanza lugares inverosímiles al alcance de un puñado de rupias. La herencia de aquello que comenzó en 1853 con la introducción del ferrocarril en el subcontinente indio sigue dando coletazos amplificados, ahora eléctricos y propulsados por diesel allá donde el carbón y el vapor movían las pesadas máquinas. Alcanzar, en lo que dura un sueño, una lejana ciudad, es la manera más fiable de llegar a cualquier lugar. De hecho, se desaconseja viajar por carretera de noche: 125.000 personas se dejan la vida en la carretera al año en India, un 10% de la cifra mundial. Y ser testigo de toda ese fértil caladero de anécdotas hace de este país uno de los más atractivos para los apasionados del tren.
Las horas del trayecto se suceden entre la oscuridad y los penetrables olores de la comida de los vecinos de litera
Una vez en el vagón, con el sudor impreso en la camisa, un pitido, un golpe y un revuelo marchito marcan la partida hacia Delhi. La estación se disuelve a nuestras espaldas y algún autóctono apura aún las últimas zancadas para no quedarse en tierra. En la memoria se agolpan los recuerdos recientes de otros trayectos, en otros vagones, en otros trenes. Khushwant Singh, en «Tren a Pakistán», describía así el aspecto de un tren que surcaba el poblado de Mano Majra: «Los viajeros iban encaramados al techo de los vagones con las piernas colgando, o subidos a unas literas apretujadas entre los bogies. Algunos iban peligrosamente montados sobre los topes». Viajar mezclado con los viajeros de los vagones más populares recuerda a esa imagen donde cualquier centímetro cuadrado del suelo se cubrirá por cualquier cabeza con sueño.
Las horas del trayecto se suceden entre la oscuridad y los penetrables olores de la comida de los vecinos de litera, que hablan, y vienen, y te miran cuando tratas de romper con la vigilia. Pero el Poorva Express se detiene en alguna insignificante fracción de las 7.000 estaciones esparcidas por el país y los vendedores de patatas fritas, los pasajeros con fardos más grandes que ellos y el ritual de la partida de estación –pitido, golpe, revuelo marchito y las últimas zancadas de un despistado– impacta con las intenciones de alcanzar las profundidades del sueño.
Se adentra la locomotora de nuevo en una oscuridad muy palpable que atraviesa la madrugada y poblados que apenas se intuyen más allá de la leve luz que, con suerte, se entrevé desde los ventanales. Porque a pesar de la creciente clase media que se arremolina en las ciudades, la India es un país en desarrollo con demasiadas carencias como para garantizar siquiera un chamizo para todas las familias, o suministro eléctrico sin largas y tediosas horas sin cortes, o un alcantarillado que libre a los niños que se bañan en las calles inundadas de infecciones mortales… A cambio, la espiritualidad que emerge de sus tierras es un poderoso imán para viajeros de todo el planeta.
Se adentra la locomotora de nuevo en una oscuridad muy palpable que atraviesa la madrugada y poblados que apenas se intuyen
A lomos de un Déjà Vù a flor de piel, la claridad me despierta. Al retraso de tres horas se suma el que ha acumulado en las largas horas de viaje, por lo que la hora de llegada al destino final se vuelve incierta: no sirven las caras de los viajeros para orientarse; imposible encontrar a un revisor a esa hora, en este vagón. Tampoco sirven las actitudes de nadie –recoger la mochila, apurar el desayuno, ponerse en pie– porque lo pueden hacer con mucho tiempo de antelación. Tampoco puede guiarse uno por la disminución de la velocidad, porque una hora antes de llegar, el tren ya avanza muy lento y la gente se baja en marcha; ni siquiera te puedes confiar al verte rodeado de edificios, pues la capital es una urbe especialmente grande…
Finalmente, la incertidumbre se esfuma cuando se entra en la New Delhi Railway Station, la estación arde en movimiento y un enjambre de personas me rodea, unos para transportar el equipaje, otros para despistar. Entonces, sigo camino y dejo atrás 16 largos andenes, el vestíbulo de un edificio decadente esquivando personas tendidas en el suelo y entro en aquel país que Singh definió como «una habitación abarrotada».