La travesía del alcohol por el Báltico

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Me extrañó ver a gente con carretillas subiéndose al barco que nos llevaba a Tallin desde Helsinki. Pensaba que ya habían pasado a mejor vida desde que un anónimo bienhechor de la humanidad inventara la maleta con ruedas. Pero eran las siete de la mañana y no estaba para discurrir mucho. Bastante habíamos tenido con el madrugón en una ciudad que no conocíamos, desierta y fría a esas horas del alba, y con la caminata a la búsqueda de un taxi que nos llevara a la Länsiterminaali, la terminal oeste de donde salía el ferry.
Habíamos comprado los billetes por internet (poco más de 40 euros por un trayecto de ida y vuelta), pero ahora había que canjearlos en las taquillas de la terminal. El embarque está fijado de siete a siete y diez, veinte minutos antes de que zarpemos. Como buenos españoles, embarcamos con el tiempo justo, entre carretillas que despertaban mi curiosidad.

Terminamos en el supermercado, el lugar más concurrido. Tres cuartas partes de su superficie estaba repleta de botellas

Pronto lo entendí todo. En una travesía de dos horas en un ferry de nueve pisos (los pasajeros sólo podíamos movernos a nuestras anchas por los cuatro últimos, incluida la cubierta) es obligado deambular por el barco para curiosearlo todo. Inevitablemente, terminamos en el supermercado, el lugar más concurrido. Tres cuartas partes de su superficie estaba repleta de cientos de botellas. Vodka, whisky, coñac, champagne, Vana Tallin (la bebida espirituosa estonia), ginebra, vinos de bodegas de medio mundo (también españolas), cervezas… Y ofertas, muchas ofertas.

Aquello era el paraíso del santo bebedor, el nirvana donde comprar litros y litros de alcohol sin ser mirado de reojo. A bordo regía el “tax free” (productos libres de impuestos), por lo que los precios no tenían competencia a una y otra orilla del Báltico. Algunos finlandeses venían exclusivamente a llenar la despensa de alcohol, cuatro horas de travesía y de vuelta a casa con la compra etílica hecha, una previsión que con el duro invierno finés a la vuelta de la esquina no debía ser ninguna tontería.

Aquello era el paraíso del santo bebedor, el nirvana donde comprar litros y litros de alcohol sin ser mirado de reojo

La gente se las llevaba a pares, por cajas, y claro, nada mejor que una carretilla para cargar con todo (todavía no se han inventado, que yo sepa, las botellas con ruedas). Incluso las vendían a bordo. Confundidas entre las pilas de bebidas alcohólicas, como intrusas en el séptimo cielo del borrachín (“¿Profesión? Borrachín”, contestaba Bogart en Casablanca en una de las frases más memorables de la historia del cine), las pequeñas se vendían a cinco euros y las grandes, a diez. Más baratas que en un Carrefour. Un gancho perfecto para el comprador dudoso que no sabe cómo llevarse cómodamente a casa tal cantidad de botellas.

Algunos, previsores, las traían de casa, incluso carros de la compra. En algún lugar leí que la compañías navieras recompensan con billetes gratuitos a quienes gastan más de 100 euros a bordo. No lo pude comprobar y en el ferry no vi anunciada ninguna oferta similar. Como tampoco que algunos de estos habituales de esta milla de oro alcohólica ni siquiera desembarquen al llegar al destino, esperando sin más a bordo el regreso a Helsinki. Nosotros volvimos ya de noche cerrada y la historia se repitió. Al llegar a la capital finlandesa diluviaba y nos metimos al azar en el primer tranvía que paró frente al muelle. A nuestro lado, un padre de familia protegía su tesoro, una inmaculada caja de cervezas libre de impuestos.

Botellón a bordo

Otro ferry unos días después, éste de Helsinki a Estocolmo. Belén y yo vamos a pasar la noche a bordo (un camarote interior sale por apenas 120 euros si se reserva con algo de tiempo). Tenemos por delante 17 horas de travesía. A las ocho de la tarde, el supermercado parece un Dia un sábado por la mañana. El tax free hace furor y las botellas vuelan. Algunos jóvenes van dando cuenta de su caja de cervezas en el mismo barco y las pasean semivacías por los pasillos como un trofeo. Queda toda la noche por delante. En las numerosas cajas se organizan monumentales colas para pagar. Un abuelo carga con cuatro botellas de cognac francés. Casi da vergüenza hacer la fila sin una botella en la mano. ¿Pensarán que somos de alguna oscura secta?

Algunos jóvenes van dando cuenta de su caja de cervezas en el mismo barco y las pasean semivacías por los pasillos como un trofeo

A las diez de la noche, cuatro gorilas de seguridad se llevan esposados a dos borrachos que se tambalean, uno de mirada vencida y otro, aún, desafiante. En el pequeño casino siguen jugando al black jack como si tal cosa dos rusos grandes como castillos (de naipes). Resulta complicado encontrar un lavabo libre, porque las vejigas empiezan a incordiar. En las escaleras te cruzas con adolescentes achispados cerveza en mano. El karaoke está en plena ebullicion. Espero que los agudos desafinos no interfieran el radar.

Cuatro gorilas de seguridad se llevan esposados a dos borrachos que se tambalean. A su lado siguen jugando al black jack como si tal cosa dos rusos grandes como castillos (de naipes)

A las nueve de la mañana, cuando falta menos de una hora para llegar a Estocolmo, anuncian por megafonía las ofertas de botellas de vino por si a estas alturas alguien no ha hecho todavía acopio de provisiones. Junto a una cristalera, un ruso se está desayunando una lata de cerveza con la mirada perdida en el Báltico.

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