Everest: la rutina de la belleza

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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En mis viajes casi siempre hay montañas. Y en mis recuerdos, pasado el tiempo, emergen por encima de las vivencias con la misma rotundidad que en el paisaje. Por eso Etiopía es Simien; Patagonia, las Torres del Paine; Uganda, la huidiza cadena de Ruwenzori; México, el “Popo” y Tanzania el Kilimanjaro; Kenia, las evocadoras colinas de Ngong y el Tíbet, el Everest. En mi maleta a menudo viajan, reñidas con el espacio, unas viejas botas de montaña, incluso para unas vacaciones playeras en Tenerife (la tentación del Teide era demasiado fuerte). Darle la espalda a una montaña que te gustaría subir es una de las sensaciones más amargas que uno pueda experimentar en un viaje. Si es por falta de forma física, al menos tienes la coartada moral, pero si se trata únicamente de una cuestión de tiempo, la desazón te acompaña demasiadas horas.

En el Everest, al menos, no había dudas. Peleaba por aproximarme lo más posible al Qomolangma, la diosa madre de las montañas. Ése era mi afán: el regalo de un atardecer sin nubarrones, un amanecer pletórico, unos minutos de éxtasis frente a la mole sagrada, la satisfacción de pensar “hasta aquí puedo llegar, y hasta aquí he llegado”.

Darle la espalda a una montaña que te gustaría subir es una de las sensaciones más amargas que uno pueda experimentar en un viaje

Para eso había viajado hasta Rongbuk, en la cara norte de la gran montaña, en la vertiente tibetana del descomunal macizo. La época no era la más apropiada, todavía en temporada del monzón, para asegurarse un día despejado, pero a cambio el monasterio donde pasábamos la noche (que presume de ser el situado a mayor altitud, 5.000 metros, del planeta), estaba mucho menos concurrido. Y esa incertidumbre me acompañó durante todo el viaje, como el hilo  argumental de un relato de suspense.

Llegar hasta aquí nos ha costado un vuelo desde España con escala en Bangkok y otro desde Kathmandu hasta Lhasa. Y, desde la capital del Tíbet, varias jornadas de carretera por la “friendship highway”. Nada más poner un pie en Rongbuk hemos echado a andar en dirección al campamento base, ahora casi huérfano de expediciones, adonde también se puede llegar en unos carricoches tirados por caballos (opción por la que se decantaron mayoritariamente los pocos que esa tarde se animaron a acercarse al campamento base).

En esos límites de lo humano y lo sobrenatural, la vida y la muerte cobran un significado distinto hasta llegar casi a hermanarse, sin dramas ni aspavientos

Tenemos la suerte de disfrutar, durante una larga hora, una de las más intensas de mi vida, de la cara norte del Everest, a sólo unos metros del lugar que no se puede franquear sin los correspondientes (y caros) permisos del Gobierno chino. Junto a la inscripción de piedra que recuerda la desaparición de Mallory e Irvine en 1924, cuando caminaban resueltos hacia la cima del Everest y la niebla los engulló por completo, alimentando el mayor misterio de la historia del alpinismo. ¿Fueron ellos los primeros?

¡Cuánto me hubiera gustado seguir caminando montaña arriba! Sentir bajo mis pies la tierra del Everest, adentrarme en ese glaciar que encendió mi imaginación adolescente, que agigantaba los nombres de Mallory, Messner o Buhl, héroes de tragedia capaces de desafiar a los dioses que moran en las montañas más altas de la tierra. En esos límites de lo humano y lo sobrenatural, la vida y la muerte cobran un significado distinto (hemos tenido ocasión de comprobarlo hace unos días con el frustrado rescate del alpinista español Juanjo Garra en el Dhaulagiri) hasta llegar casi a hermanarse. Sin dramas, sin aspavientos, con la naturalidad que no asimilamos muchos metros más abajo. La vida que queremos vivir frente a la vida que tenemos que vivir. No hay color.

Los segundos se estiran hasta desaparecer en la maravillosa rutina, la rutina de la bello, de ver caer la noche sobre el techo del mundo

De nuevo en Rongbuk, la aspiración no es dormir, sino estar. El ocaso enciende la cara norte del Everest, coronada por el habitual penacho de nubes, como si alguien estuviese hurgando con una brasa en sus entrañas. No hace frío, o apenas lo siento. Los segundos se estiran hasta desaparecer en la maravillosa rutina, la rutina de la bello, de ver caer la noche sobre el techo del mundo. Las sombras descienden por las laderas de Rongbuk celosas de su tesoro, cubriendo pronto con un manto de oscuridad el valle. Somos unos cuantos los que hemos salido fuera a despedir el día junto al Qomolangma, pero el silencio es absoluto. A nuestras espaldas, una montaña de botellas de cerveza vacías, perfectamente apiñadas, esperan que un camión las baje a la civilización. Es un pellizco de realidad entre tanto ensueño.

La luz despereza poco a poco al Everest, una presencia tan imponente que te obliga a enmudecer, recreándote en sus matices

La noche es larga, incómoda, fría, pero inolvidable. Apenas puedo dormir una hora. Embutido dentro del saco, leo el libro de Conrad Anker sobre el hallazgo del cuerpo de Mallory a la débil luz de una linterna. Tras siete horas de tortura ya es hora de firmar el armisticio con mis vértebras. Me levanto y salgo fuera. Está amaneciendo y la temperatura es baja, pero el espectáculo merece el esfuerzo. La luz despereza poco a poco al Everest, una presencia tan imponente que te obliga a enmudecer, recreándote en sus matices: en los cortados, en la cumbre, en el segundo escalón, en los abruptos cortados de nieve y roca. Así paso una hora frente al gigante, ajeno al ir y venir de los escasos huéspedes que salen a vaciar la vejiga, a lavarse los dientes, a intentar recomponer los huesos. Y se dan de bruces con el Everest. Casi nada. Bendita rutina.

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Comentarios (4)

  • Carlos L

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    Bonito relato… como siempre Ricardo. Cuanto tiempo tardasteis desde Lhasa a Rongbuk? Saludos

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  • ricardo coarasa

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    Hola Carlos: gracias por tus palabras. A mí me costó cuatro días desde Lhasa, haciendo noche en Gyantse, Shigatse (2) y Shegar, pero se puede hacer en tres. El trayecto en sí mismo ya justifica todo. Desde el campo base, de camino de nuevo a Kathmandu, creo recordar que hicimos noche en Tingri y en Zanghmu, justo en la frontera con Nepal. Es un viaje espectacular que conté con detalle en VaP en el blog «A través del Himalaya»: https://www.viajesalpasado.com/category/blogs-vap/a-traves-del-himalaya/
    Saludos

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  • Carlos L

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    Gracias Ricardo.
    De momento yo solo llegué hasta Shigatse. Vi un post tuyo muy bueno tb sobre el lago de zolor azul turquesa que encuentras camino de Gyantse. Algún día intentaré, como tú, acercarme un poco más al Everest.
    Tengo ya ganas de empezar tu libro.

    Saludos

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