La vida de una religiosa en África: el coraje de Carmen

“Renamo, Renamo, ¿dónde está la sangre de tu hermano Frelimo?”, les decía, o viceversa, parafraseando la historia de Caín y Abel. Todos miraban, callados, y algunos comenzaban a llorar. Estaban desechos. ¿Quién esté libre de pecado, quién no haya matado, que tire la primera piedra? Volvían a callar, a llorar”, recuerda.
Introducción

Algunas veces en esta revista cuelgo de nuevo artículos publicados en el periódico El Mundo, donde trabajo como corresponsal en el Sur de África. Lo hago porque creo que son historias que merecen ser conocidas y, por desgracia, soy incapaz de escribir dos veces. Una de esas historias es la de la hermana Carmen. (Tras, disculpen, esta larga disertación inicial, está su historia que creo que merece ser leída. Pasen si quieren al párrafo en el que pone “La vida de la hermana Carmen” o lean esta introducción sobre lo que he aprendido de la Iglesia y África en estos tres años).

Ella me mira y con su voz de mimbre me dice: “No te preocupes, Dios estará siempre para ti

Hay una cosa que quiero explicar sobre este post y que no salió en el reportaje. La hermana Carmen es una católica convencida. Todo lo que hace lo hace por amor a su Dios. ¿Tú eres creyente?, me preguntó. “Supongo que no, que no soy practicante, que soy sólo un creyente de cultura. Soy otro de esos tipos que en todo caso me acuerdo sólo de Dios en los momentos malos, cuando no tengo a nadie más al que acudir y preciso pedir algo que se escapa de mis manos. No estoy de acuerdo con muchas cosas que dice la Iglesia”, contesto. Ella me mira y con su voz de mimbre me dice: “No te preocupes, Dios estará siempre para ti”. “Eres admirable”, le digo. Ella ríe y me dice: “Yo me casé con Dios y Dios pide el amor y la dignidad por las otras personas”.

Recuerdo que hace dos años escribí un reportaje sobre la persecución salvaje que los homosexuales tienen en África. Denunciaba las atrocidades que sufren en distintos países. Entonces me llamó una radio de un programa de Barcelona dedicado al mundo gay para hacerme una entrevista. Habían leído parte del reportaje, pero creo que no todo. Primera pregunta: “¿La Iglesia contribuye a que los homosexuales no sean aceptados en África, no?”. Me quedé  callado tres segundos y contesté: “La Iglesia en África poco tiene que ver con las ideas y valores que se propagan por Roma. Aquí hay sacerdotes y monjas que son la única defensa que tienen esos colectivos (puse un ejemplo de Malaui en el que un arzobispo fue expulsado por defender a los homosexuales de muertes seguras). Aquí son los primeros en llegar y los últimos en irse. Muchas ONG han abandonado ya por seguridad zonas de alto riesgo y aún se mantienen allí religiosos que dejan sus vidas en curar enfermos y atender a los necesitados. Creo que hacen una labor fantástica”, contesté.

Muchas ONG han abandonado ya por seguridad zonas de alto riesgo y aún se mantienen allí religiosos

Lo hice por honestidad, por justicia. Soy muy crítico con el Vaticano, con muchos de sus preceptos e ideas, pero este tiempo en África me ha servido para admirar a muchos religiosos que andan por aquí entregando su vida. Son Iglesia, no son ONG, que las motivaciones son distintas aunque el resultado sea parecido. Son parte de esa criticada institución religiosa, creyentes fervorosos que llegaron aquí, te dicen, por la palabra y fe en Jesucristo. Lo hacen por Dios, por el mismo que el de las procesiones de Semana Santa, de las catedrales góticas, de las reuniones de obispos algo ya pasados de peso. Son lo mismo, aunque las diferencias sean evidentes, tienen la misma matriz: la Iglesia Católica.

La vida de la hermana Carmen (artículo de El Mundo)

Hay vidas que parecen trazos, dibujos complejos que parecieran imposibles. Gente común. Héroes. No lo ven, no lo saben o lo saben pero no lo quieren ver. No les importa. Hacen. Hacen por el plural. No miran atrás. Sienten. Piensan. En otros, en los demás. Hay vidas que merecen ser contadas. Hay vidas como la de la hermana Carmen: la pacificadora.

Llegó a Mozambique hace 28 años. Vivió dos guerras: la de independencia, corta y cruel, y la civil, larga y cruel. Guerras. Entonces ella puso manos y corazón. “Recuerdo cuando vivíamos en una pequeña misión, cerca de la frontera con Zambia, rodeadas de leones. Llegaban los soldados mozambiqueños y nos avisaban: “hermanas, hoy pase lo que pase, no salgan de la misión, no vayan por los caminos ni siquiera a recoger enfermos”. Habían puesto minas porque llegaban tropas portuguesas. Yo lloraba, sabía que iba a morir gente, que iba a haber cuerpos despedazados y yo estaba a salvo. Ellos no. No era justo que yo estuviera segura y ellos no”, recuerda. Luego llegaba la muerte, el horror, las curas, el después, el final.

Yo lloraba, sabía que iba a morir gente, que iba a haber cuerpos despedazados y yo estaba a salvo

Pero la hermana Carmen no se marchó, se quedó en medio dela barbarie propagando su amor, su creencia, su Dios. Pasó el tiempo de la segunda guerra, terrible, feroz, de hermanos contra hermanos, de puerta con puerta, violaciones, raptos, masacres…y llegó el tiempo de la reconciliación. “Había que conseguir el perdón de todos, construir un país que se había enfrentado con odio. La Iglesia fue básica en aquella labor”, explica. “Fui entrenada durante un mes, en grupos que formábamos tres personas,  para la comisión de Justicia y Paz. Nos enseñaban formas de perdón tradicionales, ritos africanos, técnicas de acercamiento. Tras ese mes salimos a las aldeas a conseguir la paz”.

Llegaban a las pequeñas poblaciones donde las tropas de Frelimo y Renamo se habían enfrentado casa a casa. Allí les esperaban las historias más atroces de la condición humana. “Preparábamos antes la visita. Llevábamos comida. Reuníamos a los notables: el régulo (jefe), médico, profesor, policía… y después reuníamos a  la gente durante una semana donde les explicábamos los cambios, la nueva democracia que venía, el respeto a la mujer y la necesidad de perdonar. “Renamo, Renamo, ¿dónde está la sangre de tu hermano Frelimo?”, les decía, o viceversa, parafraseando la historia de Caín y Abel.  Todos miraban, callados, y algunos comenzaban a llorar. Estaban desechos. ¿Quién esté libre de pecado, quién no haya matado, que tire la primera piedra? Volvían a callar, a llorar”, recuerda.

Muchos me decían que no podían perdonar, que aquel hombre había matado a su padre, o violado a sus mujer

“Muchos me decían que no podían perdonar, que aquel hombre había matado a su padre, o violado a sus mujer y hermanas o cualquier tipo de barbarie. Estaba ahí, cerca de él, del viejo enemigo. Todos habían vuelto de la guerra a sus casas y ahora convivían juntos”. “¿Queremos volver otra vez a la guerra? La sangre de los que ya murieron está diciendo basta”, les explicaba. Callaban, lloraban, aceptaban. “Yo no puedo olvidar, pero puedo intentar perdonar”, me decían algunos. O perdonamos de corazón o volverá el horror. Entonces, nos tomábamos las manos y rezábamos un Padre Nuestro”, explica. Semana tras semana, aldea tras aldea, construyendo ese mundo en plural que ella siempre entendió.

Luego, cuando amainó algo la tormenta y la vida fue abriéndose camino entre el pasado cruel, la hermana Carmen siguió luchando en cada rincón del país por la dignidad. “Era un pueblo desecho. Han ido conociendo la dignidad. Devolver la dignidad a las personas es un derecho de Dios”. Entonces comenzó a trabajar y denunciar todas las injusticias de este mundo en escorzo:  una compra ilegal de terrenos por importantes empresas hoteleras en las que se desposeía a sus dueños con engaños y en el que el líder de la protesta aparecía muerto; los robos de la policía al pueblo, que le llevo a organizar en Beira una multitudinaria manifestación donde pedía “Policía cuídanos” y en la que el propio gobernador se reunió urgentemente con ella para exigirle que una religiosa no entrara en el fango de la política. “El gobernador me dijo que la Iglesia tiene que enseñar al pueblo a no robar, pero no a hacer manifestaciones. Yo guardé silencio hasta que acabó su largo discurso. Le miré y le contesté: “La Iglesia es la voz de los que no tienen voz” y él se levantó  se marchó. La lista de sucesos en los que ella ha intervenido es tan larga como las injusticias que ven sus ojos. “Si hace falta llamo a ministros para denunciar lo que veo”.

La Iglesia es la voz de los que no tienen voz” y él se levantó  se marchó

Ahora, a sus 79 años, cuenta con pena como ha dejado ya casi de conducir su coche de los milagros con el que recorría el país en busca de los demás. “Ya estoy mayor y no quiero hacer daño a nadie, aunque a veces aún lo conduzco”. Su energía sigue intacta y ahora lucha especialmente por el derecho de las mujeres. “Tengo un proyecto en el que estoy volcada, una casa de acogida de huérfanas por el Sida. Es un proyecto apasionante y para él voy recaudando fondos por donde puedo”, explica sin que le hayan afectado las dobleces del tiempo y las ganas, con la misma energía con la que llegó a aquella misión del norte hace 28 años. Está creando allí una peluquería para dar un futuro en forma de profesión a unas niñas que ella misma dice sin tapujos que “saqué de la muerte segura”.

Además, aprovecha sus catequesis para explicar a las mujeres mozambiqueñas que tienen derecho a decidir. “No comen huevos porque les han hecho creer que no se quedaran embarazadas o tienen prohibido por la misma razón comer patas de pollo. Todo son creencias impuestas por los hombres, que comen una pata del pollo en el almuerzo y otro en la cena, mientras ellas no comen”, dice. “Les hablo, les digo que es mentira y hasta les hago a veces tartas con huevos que ellas comen sin saber. Luego les digo que lleva huevo y algunas lloran, me dicen que no se quedarán embarazadas hasta que semanas después están ya en estado de buena esperanza y entienden que todo es un engaño”.

No comen huevos porque les han hecho creer que no se quedaran embarazadas

Se acaba el encuentro con la hermana Carmen. Quedamos que en marzo me pasaré por su orfanato, se ruboriza con el halago, recuerda entre risas que el anterior embajador español en Mozambique le dio un diploma firmado por el Rey que cree que es la Orden de Mérito de Isabel la Católica, pero no llega a saberlo. Sube a su coche, se despide ya a una hora tardía para las tiendas en Maputo y me dice, “tengo aún que hacer algunas compras para el orfanato”. Se va la pacificadora.

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