El entierro de Doña Enora

Bajo un castaño había decenas de hombres sentados en el suelo. Se arremolinaban todos bajo la protección de la sombra de aquel árbol. Eran las seis de la mañana y el sol comenzaba ya a golpear. Ésa fue mi primera imagen. Luego me percaté de que al otro lado, justo enfrente, había también decenas de mujeres tumbadas o sentadas sobre la arena. Siempre buscando el perfil de una sombra en la que protegerse. En el centro, había seis sillas y unos hombres sentados en ellas. Detrás de ellos una pequeña choza de cañizo en la que intuí que estaba la fallecida. Todo era silencio.

Detrás de ellos una pequeña choza de cañizo en la que intuí que estaba la fallecida. Todo era silencio

Estaba en el entierro de Doña Enora, un mujer a la que la vida le hizo más anciana de lo que marcaban sus tiempos. Era una compañera de trabajo que había fallecido sin que nos explicaran su dolencia. Supongo que había fallecido de vida en escorzo como lo hizo exactamente dos días antes su marido. Yo buscaba inquieto con la mirada a su nieta, una pequeñaja con la que siempre bromeaba en el hotel y que seguía a su abuela, la mujer que la cuidaba, a donde fuera que ella iba. La vi a lo lejos, sobre los brazos de otra mujer que no era su madre, llorando.

Nada más entrar un hombre se levantó y me ofreció una silla. Yo iba en representación del hotel, que había pagado la comida y gastos del entierro. Me quedé sorprendido, había decenas de personas tiradas en el suelo y yo, el que probablemente menos conocía a la fallecida, era merecedor de una silla. Primero la rechacé pero ellos insistieron y decidí sentarme. Hace ya tiempo que comprendí que en África hay formalismos que acatar pese a no compartirlos.

Me quedé allí sentado durante más de 30 minutos escuchando aquel atronador silencio. Sólo se movían los cuerpos de algunas personas que quedaban desprotegidos de la ansiada sombra. Un hombre se levantó y me ofreció llevar mi silla bajo la protección de las ramas de un árbol. Le agradecí el gesto y le indiqué que estaba bien. Fue entonces cuando cinco mujeres se levantaron y se introdujeron lentamente en la choza. De pronto comenzaron a cantar. Eran canciones de iglesia, en xitswa, que después me explicaron que decían “vas con Dios, Dios te espera”. Eran parte de ese canto africano, un lamento, que te estremece cuando lo escuchas. Aquel sonido que salía de aquella casa era un llanto en palabra. Así pasaron los siguientes minutos, diría que más de 30, con aquel sonido que provenía de aquella sala de caña y el silencio, fuera sólo había silencio. Estremecía. Realmente, por mucho que lo intentara, no se puede describir aquel momento.

Eran parte de ese canto africano, un lamento, que te estremece cuando lo escuchas

De pronto, el sacerdote se levantó y con él aquellos hombres, entre los que estaba el padre de la fallecida, que como yo que merecían una silla. Colocaron cuatro sillas en paralelo para posar el madero. La gente se levantó y se colocó en torno a ellas. Giré la cabeza y vi pasar a la nieta de Doña Enora llorando en brazos de aquella mujer. Se la llevaban lejos. La hice un gesto pero no me vio. Finalmente de la choza salió el ataúd que la tarde anterior hicieron sus compañeros en nuestro lodge. (Fue una de las cosas que la familia nos pidió junto a comida para alimentar durante los días que dura el entierro a los cientos de personas que por allí pasa. Recuerdo a Jeremías, nuestro chófer, llegar y decirme: “Nos han llamado de cada de Doña Enora, hay mucha gente allí y no han comido. Tienen hambre. Salí a buscar comida con él y a entregarla).

Al salir el féretro escuché por primera vez algún llanto proveniente de la zona de las mujeres. No vi nunca derramar una lágrima a ningún hombre. Tras acabar el párroco la oración cargaron el ataúd y lo subieron a uno de nuestros coches donde iba más gente. Iban las cinco mujeres de voz rasgada. El coche arrancó y sus gargantas apagaron el sonido del motor. Aquella pick-up avanzaba despacio con la misma voz de llanto en sus entrañas. El resto fuimos al cementerio a pie.

Unos hombres introdujeron entonces las bolsas con las pertenencias de Doña Enora en la tumba

El camposanto era una pequeña planicie con túmulos de arena y flores secas. Cargaron el ataúd hasta el agujero ya cavado en el suelo. Una sábana blanca cubría el madero. Entre dos hombres introdujeron el féretro en el suelo. Las mujeres cantaban y ahora ya escuché quejidos, gritos, llanto y siempre, por detrás, las canciones en xitswa de hola y adiós a la nueva vida. Unos hombres introdujeron entonces las bolsas con las pertenencias de Doña Enora en la tumba. Me pareció increíble que en un lugar donde todo falta a los muertos se les entierre con sus pertenencias. “Primero se ofrece a familiares y lo que nadie quiere va con ella y con Dios”, me explica un compañero. Hay más llanto, más canciones, más tristeza.

Cuando el ataúd esté en el fondo comienzan los dos hombres a cubrirlo con arena. Las palas van lentas. Todo el mundo ayuda. Se acercan, cogen un puñado de tierra y lo tiran sobre el madero. Se turnan en las paladas, entiendo que hay un compromiso genérico de último adiós. Luego, cuando el túmulo está ya hecho aparece otro hombre con una garrafa de agua que comienza a esparcir sobre la tumba. Otra vez todos ayudan a solidificare esa arena, a hacerla barro. Finalmente, colocan algunas flores frescas y pétalos sobre la arena mojada. Lentamente y otra vez en silencio volvemos a casa de la fallecida.

La noche anterior escribí unas palabras para Doña Enora que lee en alto un compañero. Todo el mundo  me mira

Al llegar,  esta vez me tienen reservada la silla más grande e importante. Me siento enfrente de todo el mundo. La noche anterior escribí unas palabras para Doña Enora que lee en alto un compañero. Todo el mundo  me mira. Termina nuestro discurso, lo agradecen con ese gesto tímido de los mozambiqueños. Un párroco se levanta entonces y explica en xitswa mis palabras. Yo hablé menos de un minuto, pero el habla más de diez. Todos están orgullosos de que Doña Enora haya trabajado en una empresa y de que la empresa esté allí presente. “Si usted no hubiera venido en nombre del hotel hubiera sido una vergüenza para la familia”, me dice el cocinero. “También el párroco ha explicado que Doña Enora está con Dios y que no hay culpables. Aquí en Mozambique hay funerales que acaban mal porque una familia culpa a la otra de hechicería y matar a sus allegado”, me dice Bola. «A veces acaban a machetazos si no se pone calma”.

Termina el discurso. Doy dinero para pan y otras compras. Hay gente que lleva dos días allí y aún pasará tres o cuatro más velando al muerto. Hay familia que llega de lejos y hay que esperarla. Me despido de la gente, me subo a mi coche y recuerdo ese canto que salía de las entrañas de aquella choza como un lamento. Descansa en paz Doña Enora.

P.D. La foto pertenece a una campaña de Oxfam. Yo no lleve cámara a un entierro.

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