Lima: ruta por la ciudad de las leyendas y acantilados

Por: Javier Brandoli (texto y fotos)
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Lima dejó de ser Lima, la mía, la del recuerdo. O dejó de serlo en parte o, quizá, seguramente, es que antes no lo fue ni lo es ahora. Habían pasado muchos años, creo que 16, desde que vine aquí dos veces, por trabajo, joven, con ganas de comer mundo. Entonces Lima fue un trabajo. Y una pobreza y miseria latente. Y una escapada de noche rodeados de niños bien en los barrios de los niños bien. Como una fortaleza emergían las colonias de San Isidro y Miraflores, como en aquel libro de Un Mundo para Julius, para contener la amenaza de que arribaran los otros, los pobres, y su riqueza se pudriera de hambre.

Recordaba también que el océano en Lima era un espectro intimidante, como si siempre fuera a llegar ese tsunami que anunciaban por todas partes y una ola fuera a borrar para siempre esta urbe hecha de oro y llanto. Nada se movía en aquel mar sin barcos al que todos temían y entonces entendías que el miedo lo producían la lejanía y la costumbre. Y Lima fue también un centro histórico apresurado, y una ciudad gris, y gentes de caras labradas y tristes, y muchos coches viejos soltando humo. Lima era humo, en mi cabeza, sin ninguna necesidad de tener que corroborarlo, de tener que volver.

Muchos años después

Lima ahora es Costantino, diciembre de 2018, que nos recibe muy temprano en su casa, en bata, y cuando un viaje comienza con alguien que te recibe en su casa en bata es muy difícil que todo lo que viene después no sea bueno. Y lo bueno lo apuntaba él, el habitante, que enseñaba a dos turistas su ciudad. La pateamos con ganas de encontrar salidas al gris del cielo, que ahora entiendo que sí es casi perenne, y al caos del tráfico que seguía ahí, y al reto de encontrar algo más que dos barrios, Miraflores y San Isidro, que siguen empeñados en huir de la ciudad flotando por el mar en un crucero.

Miraflores y San Isidro, que siguen empeñados en huir de la ciudad flotando por el mar en un crucero

El primer día caminamos todo el malecón Cisneros, cruzando el parque del Amor, hasta llegar a Larcomar, un centro comercial que cuelga de un acantilado, y llegamos hasta el barrio de Barranco, el barrio joven, moderno y cultural, que se abre paso en la para mí nueva Lima. Barranco es parte de las pequeñas victorias de una ciudad que a cada lado se abre paso con esas clases medías que van saliendo para generar espacios comunes. Fuimos varias veces allí, a ver el museo de Mario Testino, tomar copas, cenar, cruzar el Puente de los Suspiros o esperar que abriera una sala de microteatro. Todo tiene un aire nuevo, revitalizante, de una urbe que iba siendo otra de la de mi memoria.

En la otra esquina de la ciudad hay otra pequeña victoria: El Callao. La ciudad hecha barrio de Lima va también ganando espacios a su violencia y pobreza. En la punta del Callao hay una zona de playas y restaurantes donde la gente pasa los domingos como antaño, con helados y paseos de la mano sin necesidad de centros comerciales. Allí comimos en el Mirador, un restaurante popular en el que la gente hace largas colas para esperar mesa. La comida era abundante y buena, con sabor a mar dulce. Pero el proyecto interesante del Callao está junto a la Fortaleza Real Felipe. Se llama Monumental Callao y consiste en una restauración del centro histórico. Abren galerías de arte moderno, tiendas y restaurantes en calles pintadas con graffitis, como si el desencanto se abatiera inventando colores.

Abren galerías de arte moderno, tiendas y restaurantes en calles pintadas con graffitis, como si el desencanto se abatiera inventando colores

En el centro hay otra ruta interesante. Desde el Parque de los Museos, con el Museo de Arte Italiano y el Museo de Arte de Lima, se va a pie hasta la Plaza de Armas. Allí están el Palacio Municipal, el Palacio del Gobierno y la Catedral, donde descansan los restos del español Francisco Pizarro, inventor de la urbe (sorprende la solemnidad con la que está enterrado el conquistador si se compara con el olvido que sufren los restos de Hernán Cortes en Ciudad de México, cuyos huesos fueron sacados de la catedral y escondidos en una iglesia cercana tras una pequeña lápida). En todo caso, el centro se ha restaurado en torno a la plaza. Merece  la pena visitar La Casa de la Literatura Peruana y su magnífica exposición de la buena escritura patria.

Luego, para los que les gusten los cementerios, hay una larga caminata hasta un lugar que aglomera buena parte de la historia del país. El Presbítero Matías Maestro, a tres kilómetros a pie, cruza por alguno de los barrios más humildes y “peligrosos” de Lima. Se puede ir también en Metro, línea 1. Si se hace a pie conviene no llamar la atención y tener cierta precaución. La vida es árida en muchas partes de Lima, la muerte también. Con las secas y desérticas montañas de fondo, rodeado de casas bajas y pobres de cemento gris, el panteón es una cuadrícula de historia. Se paga una entrada, se suben y bajan unas escaleras y se observa un entramado de calles con nichos, algunos mausoleos y una cúpula a lo lejos que es una capilla de estilo neoclásico. Es de 1808, y dicen que fue el primer cementerio de carácter civil en América. Existen 766 mausoleos y 92 monumentos históricos entre sus mármoles en los que hay enterrados decenas de ex presidentes de la República, militares y artistas de renombre.

Existen 766 mausoleos y 92 monumentos históricos entre sus mármoles en los que hay enterrados decenas de ex presidentes de la República

Hay además leyendas e historias, como la del Niño Ricardito, a cuya tumba van cientos de personas a rogarle que salve a niños enfermos como él, o la de María de la Cruz, la primera mujer en ser enterrada allí y también convertida hoy en hacedora de milagros. Quizá sí es verdad que los hacen porque al salir tomamos un taxi y el taxista nada más entrar me pide que guarde el teléfono móvil en esa zona porque es muy peligroso. Le digo que llegamos allí desde la Plaza de Armas con el teléfono en la mano que nos iba guiando y  el hombre comienza a reírse y nos dice alarmado: “El milagro es que no les han atracado, no me lo puedo creer, no saben ustedes dónde se han metido”.

La playa fue la última pequeña victoria. De aquel mar inerte de hace 16 años pasamos a un arenal que algo se va reformando, con paseos y jardines, hasta llegar al Chorrillo, a el Salto del Fraile. Es un acantilado, junto a un restaurante con bellas vistas, donde una leyenda dice que murió un joven fraile lanzándose al mar por amor. Las leyendas siempre pertenecen a los lugares donde la esperanza fue o es un vaivén. Hoy uno puede ver a jóvenes vestidos de frailes, emulando el salto de antaño, pero cambiando el amor por obtener unos soles (moneda del Perú).

Las leyendas siempre pertenecen a los lugares donde la esperanza fue o es un vaivén

También paseamos por Miraflores y San Isidro para comer en alguno de sus buenísimos restaurantes. La comida es en Perú una cultura que hay que vivir. Destacado el IK, al que nos invitó el generoso Costa y compartimos con sus fantásticos amigos Sveva, Gabriele, Sabrina y Ramin, y muy recomendable regresar al Siete Pecados (estuve hace 16 años allí y la reforma lo ha dejado irreconocible), La Popular o el mencionado Mirador de la Punta del Callao.

Y ahí, tras varias jornadas, dejamos la Lima del humo convertida en una Lima agradable. Sin magnificar nada, sin epítetos, sólo una ciudad con los suficientes rincones bellos, cultura y gastronomía para merecer una visita, para no denostarla. Sus defectos, enormes y palpables siguen allí, con sus bolsas inmensas de miseria y violencia rodeando burbujas de bienestar. Pero las burbujas crecen, se expanden, y mejoran el humo de antaño. Lima me pareció que va venciendo su maldición de ciudad de niebla de mar, encajonada entre unas montañas y mar estéril, donde los peces temerosos recitaban versos tristes desde los acantilados.

 

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Comentarios (2)

  • Laura B

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    Qué maravilloso relato, Brandoli, tan sensorial y cierto sobre ese «espectro intimidante».
    Enhorabuena un vez más 🙂

    Laura

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