Sobre una colina a las afueras de Kathmandú se levanta el templo de Swayambhunath, conocido como el Monkey Temple por la gran cantidad de monos que campan a sus anchas por los alrededores. Para llegar hasta la estupa hay que subir 365 escalones de piedra, a cuál más vertical, acechado de cerca por una legión de macacos. Arriba, te observan los gigantescos ojos de Buda.
Texto y fotos: Ricardo Coarasa (Kathmandú)
La estupa se encuentra a sólo dos kilómetros al oeste del centro histórico de Kathmandú. Llegamos hasta el lugar tras sumergirnos en el caos de tráfico de la Ring Road, la M-30 de aquí, en plena hora punta. La visión de los 365 escalones es rotunda. Preferimos subir en coche. Swayambhunath es, junto con Bodhnath, el principal lugar de peregrinación budista de Nepal, pero mientras en el primero las influencias hinduistas son evidentes, en el segundo todavía se respira la fe tibetana que cautivó hace un siglo a esa gran viajera que fue Alexandra David-Neel.
Este imán espiritual del budismo está rodeado de pequeños templos y capillas, a cuál más sucia. Los excrementos de las palomas y las ofrendas de los fieles han hecho estragos en la piedra. Observándolo todo con mirada inquisidora, por encima de los trece escalones que representan los niveles de conocimiento que conducen al Nirvana, los ojos de Buda pintados en cada una de las caras del monumento, uno de los símbolos inmemoriales de Nepal. Debajo de ellos, un trazo que se asemeja a un signo de interrogación y que hace las veces de nariz no es otra cosa que la representación nepalí del número uno, símbolo de la unidad divina.
Como sucede en los alrededores de los grandes templos de peregrinación católica, los ambulantes también esperan aquí hacer su agosto a costa de los fieles. De manera que casi siempre tienes a uno o dos mozalbetes siguiendo tus pasos mientras agita la mercancía que ya has visto hasta la saciedad. El calor es sofocante y por una botella de agua piden 30 rupias que pronto bajan a 25.
Los cilindros rotatorios tibetanos (en una gompa contigua a la estupa hay uno de más de cinco metros de alto) conviven con pequeños templos hindues. Las plegarias budistas e hinduistas se confunden en esta colina abigarrada de dioses, estatuas, capillas y templos estucados con granos de arroz, embadurnados con manteca o pasta roja que evoca la sangre de los sacrificios. En una de esas pagodas las familias elevan las plegarias por sus hijos enfermos a la imagen de la diosa Ajima (Hariti para los hinduistas).
“Debió ser hermoso”
El lugar, castigado por el sol y la suciedad, no invita a quedarse demasiado. Debe tratarse de algo endémico, pues David-Neel ya lo apuntó con profusión en su visita de 1912. “Debió ser hermoso antes de que la suciedad y la negligencia de los indígenas lo desfiguraran”, dejó escrito de este templo budista, en el que, remarcó, “la suciedad del lugar es de una naturaleza difícil de describir”. Para esta intrépida viajera, “la atmósfera alrededor del stupa sería casi turbadora si la suciedad del lugar no desviara la atención provocando repugnancia”. Cien años después, supongo que Swayambhunath sigue siendo inadecuado para espíritus refinados (David-Neel, aventurera intrépida donde las haya, no lo era), pero la suciedad del lugar, debo aclararlo, en ningún momento me provocó repulsión. En todo caso, las vistas de la ciudad consiguen abstraer al turista de esa atmósfera un tanto opresiva pese a encontrarnos a cielo abierto.
Finalmente decidimos bajar los 365 escalones del templo, construidos en el siglo XVII por el rey Pratap Malla, de un desnivel considerable. Los tibetanos en el exilio suben fatigosamente sudando su fervor, perseguidos por el sol y agarrados a la barandilla central para mitigar el esfuerzo. Casi da cargo de conciencia haber subido en coche. Los monos chillones escrutan a los visitantes en busca de algo de comida mientras los incansables ambulantes ofrecen su artesanía local. Si llevas algo a la vista estás perdido, porque no te van a dejar en paz. Se dice que Buda predicó entre estos bosques, cómo no rodeado de monos. De hecho, la escalinata está salpicada de imágenes suyas y de los dos hijos de Shiva (la deidad hinduista más venerada en Nepal): Ganesh (que remata su cuerpo humano con una cabeza de elefante) y Kumar (a quien los fieles encomiendan la prosperidad de sus negocios). Abajo, los perros vagabundos merodean entre las estupas menores con desgana, como si quisieran mantenerse al margen del territorio de los macacos.
La estatua de la heroína sherpa
Camino de la estupa de Bodnath, en Bouddha, Chuchepati, pasamos junto a la estatua de Pasang Lhamu Sherpa, la primera mujer sherpa en hollar el Everest. Lo consiguió el 22 de abril de 1993, pero no vivió lo suficiente para contarlo, pues murió durante el descenso. Es, sin duda, la mujer más venerada de Nepal. Colmada de condecoraciones póstumas y reconocimientos (se dio su nombre a una carretera y hasta se imprimió un sello con su rostro), en este lugar se erigió una estatua de su efigie a tamaño natural para no olvidar la hazaña.
Bodnath es la otra cara de la moneda de Swayambhunath. Situada a seis kilómetros al este de Kathmandú, esta estupa de 100 metros de diámetro (la mayor del país) es el corazón del barrio del exilio tibetano, punto de destino habitual tras la invasión china del país de las nieves. El templo palidece en importancia frente al de Swayambhunath, pero es sin duda más auténtico y, sin discusión, mucho más limpio. Lo era ya hace un siglo. “Me sorprendió de manera agradable la escrupulosa limpieza de las terrazas y de todo el entorno del monumento”, apuntó entonces David-Neel.
La estupa (que como la de Swayambhunath sufrió en sus carnes la invasión musulmana llegada desde Bengala en el siglo XIV) está rodeada de comercios en perfecto estado de revista y el kora se recorre (siempre en el sentido de las agujas del reloj) sin agobios. Incluso subimos hasta el cuarto nivel de los trece estadios del conocimiento sobre los que se encaraman los omnipresentes ojos de Buda. Es un remanso de tranquilidad que empuja a relajarse, a reflexionar, a dejar volar la imaginación sobre los tejados de las casas tibetanas.
Tras este baño de espiritualidad, unn poco más tarde nos acercamos a una fábrica artesanal de alfombras tibetanas, donde dos mujeres a los pies de un telar tejen las alfombras con el mismo esmero que han visto en sus madres y en las madres de sus madres. Al final, y tras dos intentos fallidos en el Tíbet, compramos la alfombra tibetana en Nepal después de desembolsar 400 dólares. Ironías de los viajes.