Tres años seguidos intenté entrar en Nagorno Karabaj. La pasada primavera lo conseguí por fin. Tenía pocas horas y mucha curiosidad. Quería conocer esa pequeña provincia del Cáucaso Sur trabada entre Azerbaiyán y Armenia. Sin reconocimiento internacional, pero con tres nombres diferentes: República de Artsaj, Alto Karabaj y Nagorno Karabaj. Y saber de su guerra. Sentirla y reconocerla a través de otras. Una guerra despabilándose a espasmos cada cierto tiempo.
A mediados del pasado mayo, entré en Nagorno Karabaj, un frágil caleidoscopio en medio de Asia. Me recordó a Irlanda, Nueva Zelanda y Suiza juntas. En día y medio sorteé un rompecabezas de carreteras -a pedazos azeríes, a pedazos armenias- y no advertí ni una sola señal de enfrentamiento bélico entre las tres vecinas.
En día y medio sorteé un rompecabezas de carreteras y no advertí ni una sola señal de enfrentamiento bélico
Mi primer contacto con el conflicto fue en una vieja frontera clausurada entre Armenia y Azerbaiyán. Según la prensa, es una de las áreas de mayor tensión internacional. Está cerca de Khndzoresk, minúscula aldea de la provincia de Syunik. Tras cruzar una plazoleta presidida por un vehículo militar cubierto de orín, se alcanza una irrisoria puerta metálica. Cierra el paso a un endeble puente colgante de madera carcomida que discurre sobre un accidentado barranco. Por él circularon en paz, durante lustros, azeríes y armenios. Hoy, asfixiado por la vegetación, difícilmente se entrevé. El silencio sobrevuela el bullicio de pájaros, lluvia y viento.
A pocos kilómetros, se levanta un campamento militar que se distingue por su ambiente distendido y festivo. Mientras algunos soldados se disponen a desayunar, otros juegan al fútbol. Desde la quebrada donde se levanta, se divisa una fila de caravanas, camionetas y jeeps. También hay civiles y militares. Bajo hasta ellos y les pregunto si son familiares de los soldados del campamento. Se trata de un set cinematográfico que quiere reproducir la situación bélica entre 1991 y 1994, me aclaran. Sin dar explicaciones, se niegan a contestar a más preguntas y no me dejan tomar fotos.
En el campamento militar hay un ambiente distendido. Mientras algunos soldados se disponen a desayunar otros juegan al fútbol
A pocos kilómetros de Nagorno Karabaj, la situación se anima momentáneamente. Por una carretera ribeteada de revueltas circula de forma pacífica media docena de vehículos militares.En la aduana, nos quedamos sin electricidad y se paralizan los trámites. Aunque está prohibido, tomo fotos con disimulo del escaso tránsito entre Armenia y la República de Artsaj.
Tras la frontera, empiezan 180 km colmados de socavones y accidentadas pendientes, aunque poco concurridos y de una belleza excepcional. En los arcenes, viejos coches con el capó levantado y el motor humeante reciben las atenciones de sus conductores. A la entrada de las aldeas, los espera paciente un rosario de modestos talleres.
La escasez de seres humanos, gasolineras y cantinas es el rasgo más usual de esta carretera. De vez en cuando, emergen de las colinas pequeños rebaños de vacas conducidos por jinetes a caballo con la oreja pegada al móvil. También esporádicamente asoma por el borde de la carretera un ser solitario caminando con ropa y zapatos de ciudad. Parece surgido de ninguna parte, pues ni casas ni caminos se ven alrededor. Mientras, surcan este cielo intensamente azul bandadas de quebrantahuesos, águilas, gavilanes y azores. Mucho más numerosas que los vehículos militares con los que se supone que deberíamos cruzarnos en un país en guerra.
La escasez de seres humanos, gasolineras y cantinas es el rasgo más usual de esta carretera
Tras pasar por Martakert, que recuerda a la selva amazónica, se accede al monasterio de Gandzasar, el más respetado por los armenios ortodoxos. El más atacado también por turcos, mogoles y azeríes. Se dice que tiene en su poder la cabeza del Bautista, aquel primo de Cristo con el que se obsesionó Salomé, y reliquias de otros santos. La soledad se esparce por este insignificante fragmento de Asia. Una vendedora de souvenirs, un sacerdote comiendo gachas de cara a la pared en una oscura celda y una mujer limpiando diligente el patio son sus únicos ocupantes.
El monasterio despunta sobre el paisaje más fotografiado del país. Es difícil sustraerse a su fascinación. Y a la que ejercen sus cruces labradas en piedra –khachkars, las llaman–, viviendo desde hace siglos a la intemperie.
En una de sus laderas, un cementerio da descanso a soldados y milicianos muertos por el país, según rezan algunas inscripciones. Por debajo de este nivel de enterramientos, hay más. El más profundo, ocupado por pobladores de hace unos milenios. ¿Por qué patria debieron morir ellos?
De repente, aparece un jeep. De él bajan tres hombres con uniformes de camuflaje. Tras franquear la cancela, inclinan respetuosamente la cabeza ante la puerta de acceso al templo. Se santiguan y mueven los labios. Rezar matando. O muriendo.
Tres hombres con uniforme de camuflaje se santiguan y mueven los labios. Rezar matando. O muriendo
Vank, a cuatro km. de Gandzasar, se ha convertido en una chabacana colonia de vacaciones. Nadie circula por las calles y el silencio resulta angustioso.
De camino al hotel –remedo de un barco a vapor del Misisipi–, asoma por un recodo de la carretera una mujer de rostro envejecido. Casi en un susurro y con voz doliente, empieza a hablarme de sus cuatro hijos. El mayor, muerto; el segundo, desaparecido; el tercero, sin piernas; el cuarto huido. A causa de la guerra. “¿De qué guerra?”, pregunto. Suspira, tuerce la cabeza hacia un lado y señala con el índice hacia un punto lejano e impreciso.
Ante un intenso y aromático café turco en el “vapor sureño”, observo la inusitada actividad de tres camareros. No tardan en aparecer cuatro hombres. Son corpulentos y hablan de forma ruidosa. Se sientan a la mesa recién preparada. Uno de ellos viste uniforme. También de camuflaje. Habla español y ha vivido en Sevilla, Barcelona y Madrid. Le gusta España y quiere volver cuando termine el servicio militar, dice sonriente. Su actitud receptiva invita a preguntar sobre la guerra. Nada. A cada pregunta responde con otra sobre España. Siente curiosidad por saber lo que me ha traído a su país. Su gastronomía y sus cruces de piedra, respondo. Ha captado que mi respuesta es consecuencia de su falta de colaboración.
Empieza a hablarme de sus cuatro hijos. El mayor, muerto; el segundo, desaparecido; el tercero, sin piernas; el cuarto huido.
Hasta el momento, sólo me he encontrado con media docena de vehículos militares y cuatro hombres en uniforme de camuflaje. Aunque estamos a sólo cinco km. del que se supone que es el frente bélico más virulento del país, no manifiestan ningún tipo de alarma.
Unos minutos más tarde, aparecen los tres hombres del monasterio. Me saludan con talante acogedor. El más locuaz me dice que son guerrilleros y me invita a comer. Es el primero que me habla abiertamente de la guerra y de su vida cotidiana. Confirma la proximidad del frente. Suelen bajar a Vank diariamente para comer y descansar y, cuando no intuyen peligro, vuelven a casa unos días. Nunca abandonan la vigilancia, dice.
Mi interlocutor era militar, aunque se hizo guerrillero porque no le gustaba recibir órdenes
El más corpulento es hijo de un armenio de la diáspora. Mi interlocutor era militar, aunque se hizo guerrillero porque no le gustaba recibir órdenes. Se les ve cansados, pero no preocupados. Cada vez llegan más combatientes voluntarios. Su objetivo no es atacar, sino achantar al enemigo. Manifiesto mi sorpresa ante la falta de actividad militar, a pesar de la proximidad del adversario. Como respuesta, quiebra los hombros y sonríe.
Como no cuentan ya mucho más, les deseo suerte y me voy. Me queda una hora hasta llegar a Martakert y pasear por sus viejas calles empedradas, que aun conservan interesantes edificios del siglo XIX.