Yad Vashem, Jerusalén: el escalofrío del Holocausto

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
Previous Image
Next Image

info heading

info content

[tab:el viaje]

La visita a Yad Vashem, en la tres veces santa Jerusalén, es un estremecedor descenso a las mazmorras de la humanidad, un recorrido por la atroz anatomía del Holocausto. No es un museo, no, es un aldabonazo en la conciencia que te deja aturdido moralmente. Y lo peor, la aterradora sospecha de que si se volviera a repetir algo parecido a lo mejor no haríamos nada para evitarlo. A Ruanda y Kosovo me remito.

El visitante da los primeros pasos por Yad Vashem, la impresionte mole en forma de flecha hendida en una de las montañas boscosas que rodean Jerusalén, con el corazón abatido. Es inevitable que una cifra ronde la cabeza mientras enfilamos el pasillo central. Seis millones de judíos exterminados durante el Holocausto. Pero las primeras salas no te sumergen en la barbarie y en la sinrazón del nazismo, sino en la normalidad de la vida de los judíos antes del Holocausto. Una vida rutinaria que todavía hace más incomprensible lo que vendría después y que nos recuerda que una sociedad apacible nunca debe bajar la guardia. Ese mundo judío a punto de desmoronarse obliga a una reflexión liberada de cualquier prejuicio. ¿Cómo es posible que la sociedad de la época asistiera impasible a la caza de brujas contra los judíos emprendida por el régimen nazi? Fueron desprovistos de su condición de ciudadanos y reducidos a simples parias antes de obligarles a recluirse en guettos, como si fuesen apestados, a la espera de la solución final.

Uno sigue avanzando sacudido por una creciente angustia y aturdido ante la imposibilidad de comprender tanta locura

El pasillo central está salpicado de obstáculos que obligan a caminar por las diferentes salas, un recorrido cronológico con un final conocido al que uno se va a acercando con pesar. Las diferentes etapas hasta el exterminio de los campos de concentración están documentadas con profusión, de manera que uno sigue avanzando sacudido por una creciente angustia y aturdido ante la imposibilidad de comprender tanta locura.

En la estancia más amplia, la dedicada a la solución final, es difícil atemperar la congoja, especialmente cuando se tiene delante un vagón de tren, cortado transversalmente, como los que servían para transportar a los judíos a los campos de exterminio. Un poco más adelante, decenas de historias de supervivientes de Auschwitz añaden un poco más de pesadumbre a los visitantes. El silencio es sideral. Nadie rechista. La gente permanece ensimismada ante los carteles con los testimonios de los judíos que escaparon del infierno, ante las fotografías de los cuerpos de huesos prominentes, espectros antes que hombres, con toda la desolación y resignación imaginables reflejada en sus ojos tristes.

Es un viacrucis doloroso, pero necesario para no olvidar, para juramentarse para no permitir que un día algo parecido se pueda repetir. Una visita, ya digo, ineludible para que jamás se acalle la voz del sufrimiento, para que seamos conscientes de que, en cualquier momento, el hombre puede volver a ser un lobo para el hombre, haciendo buena la máxima de Hobbes.

La visita más impactante es la del Memorial a los Niños, un imperecedero tributo al millón y medio de menores víctimas del Holocausto

El recorrido concluye en la Sala de los Nombres, una cúpula de diez metros de alto abigarrada de 600 fotografías de víctimas del Holocausto, un listado constantemente actualizado gracias a la ardua tarea investigadora de los rectores de Yad Vashem. Al final de la sala se proyectan sus desgarradores testimonios. Algunos no se olvidan. “Recuerda solamente que yo también era inocente e igual que tú, mortal ese día; yo, también, tenía un rostro marcado por la ira, por la piedad y la alegría, ¡simplemente un rostro humano!”, dejó escrito Benjamin Fondane, asesinado en Auschwitz en 1944. Poco más se puede añadir.

Fuera ya del recinto, hay que acercarse al Memorial a los Deportados, un vagón de carga original alemán suspendido en el vacío sobre unas vías que no llevan a ninguna parte, una metáfora sobre el destino terrible de los millones de judíos transportados como ganado a los campos de exterminio. Y junto a la entrada del museo se sitúa la Avenida de los Justos entre las Naciones, donde se ha plantado un árbol por cada ciudadano no judío que arriesgó su vida para evitar la barbarie. Entre ese frondoso bosque hay una placa que recuerda a Oskar Schindler, célebre por la oscarizada película “La lista de Schindler”.

Pero, sin duda, la visita más impactante es la del Memorial a los Niños, un imperecedero tributo al millón y medio de menores víctimas del Holocausto. En el interior de la gruta subterránea, caminamos en la penumbra mientras por la megafonía se escucha una dolorosa letanía: los nombres, edad y país de origen de todas esas víctimas de mirada inocente. Esa mirada de la infancia se funde en una pregunta desgarradora que te estalla en plena cara. ¿Por qué?

[tab:el camino]
Hay varias compañías aéreas que vuelan directamente desde Madrid a Jerusalén.

[tab:muy recomendable]
Dedique toda la mañana a visitar Yad Vashem. No es un museo para visitar con prisas. Tómese su tiempo. El enclave, además, es espectacular y merece la pena pasear por el bosque, que ofrece unas magníficas vistas de Jerusalén.
Yad Vashem cierra los sábados y festividades judías. Para cualquier consulta: www.yadvashem.org.

Conviene acercarse a su imponente biblioteca: 62 millones de páginas, 267.500 fotografías y mi9les de testimonios de supervivientes del Holocausto que pueden ser consultados por el público sin restricciones.
[tab:END]

  • Share

Escribe un comentario