Filipinas: relato sin moraleja

Por: Olga Moya (foto: Frisno)

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Siempre me ha gustado llegar a mis destinos de noche. Es como llegar dos veces. En la primera, aterrizaje amortiguado por la sombras, se intuyen las siluetas mientras se inventan historias tras las ventanas iluminadas o se imaginan los relatos con los que las figuras que se congregan alrededor de una hoguera apaciguan la noche. La segunda llegada, esa en la que ya se le ponen rostros a la gente y nombres a las calles, tiene algo menos de magia y mucho más de realidad. Y justo ahí me encontraba yo. En Manila, Filipinas, por primera vez en mi vida. O por segunda -pues había llegado de noche.

Me llamó la atención la ausencia de extranjeros. Y sentí cierto desasosiego

Me encaminé a la calle con el vértigo, la sonrisa y las ganas propias de estas ocasiones. Me colgué mi Canon al cuello, me abroché bien los zapatos y me dirigí a Intramuros, el epicentro de la antigua colonia española. En seguida me llamó la atención la ausencia de extranjeros. Y sentí cierto desasosiego. No es que cuando viaje necesite rodearme de personas con apellidos ingleses, italianos o españoles, más bien acostumbro a intentar mantenerlos lejos en pos de lo que algunos llaman “viaje auténtico”, pero también es cierto que, en ocasiones, uno siente la necesidad de tenerlos cerca. Aquella era una de esas ocasiones. Sin motivo, razón ni fundamento. O quizás sí, puede que ya intuyera lo que iba a sucederme desde aquel momento.

A las puertas de Intramuros, una voz a mis espaldas. “Excuse me, do you know where the Cathedral is?” Yo no tenía ni idea de dónde estaba la catedral, pero la muralla que se extendía frente a nosotros no tenía pinta de ser muy grande. Seguro que no tenía pérdida. Insistió: “Are you going there?”. “Sí”, no supe mentir. Y me encontré acompañando a aquel turista a través de las entrañas de la antigua capital colonial. Se llamaba Nilson, era de Hong Kong y estudiaba medicina en Suecia. Los silencios se eterizaban entre nosotros. Era un tipo raro, concluí. No era esta la compañía extranjera que esperaba esta mañana, añadí para mis adentros.

El tipo se pegó a mí con una habilidad asombrosa

Sin embargo, el tipo se pegó a mí con una habilidad asombrosa. Me acompañó el resto del día en mi paseo por la ciudad y cuando, picando algo, le dije que al día siguiente me iba a Puerto Galera, me anunció que él también se venía. Puerto Galera es una fantástica isla de esas en la que uno se imagina a sí mismo bebiendo batidos de fruta y echando la siesta en una hamaca entre cocoteros. Estaba pletórica. Aquel chico rarito de silencios prolongados no iba a estropeármelo.

La mañana siguiente desperté con la ilusión de estrenar un nuevo pedacito de océano. Me encontré con Nilson en la parada de autobuses y, tras dos horas hasta Batangas y otro ratito en ferry, finalmente pude volver a sumergir los pies en el agua. No quise demorar más la mañana y con ella el momento de acurrucarme entre mil tonalidades de turquesa y le dije a mi peculiar acompañante que me iba a buscar alojamiento rápidamente. “¿Por qué no compartimos habitación?”, me dijo. Y esa fue la frase que lo cambió todo.

“¿Por qué no compartimos habitación?”, me dijo. Y esa fue la frase que lo cambió todo

Compartimos. Ya lo había hecho varias veces en mis múltiples viajes asiáticos. Algunas veces, como modo de abaratar gastos; la mayoría, simplemente como una manera divertida de compartir espacio, experiencias e impresiones. En esta ocasión, no había sido ni por una razón ni por la otra, simplemente no había sabido decir “no”.

Cogimos una modesta habitación con dos camas, rejas en las ventanas y lavabo propio. Dejé las cosas, me puse el bikini y le anuncié que me iba a la playa. Él me dijo que también se venía. Parecía no estar dispuesto a dejarme sola ni a sol ni a sombra. Aunque de repente, algo cambió. Ya en la playa, mientras me abandonaba por completo al sonido de las olas, al leve balanceo de las palmas de coco, a las figuras geométricas que el sol suele dibujar sobre mis párpados cerrados, la voz de Nilson me arrancó de la ensoñación de cuajo. “¿Tú crees que aquí hay malaria?”. “No”. Ignoró mi respuesta: “Voy al cuarto a tomarme la pastilla”. Por fin.

Me encaminé hacia la Guest House sabiendo perfectamente lo que había ocurrido

Se marchó. Y gocé por primera vez del silencio de aquel diminuto rincón, de la soleada calma de aquella pequeña mota de polvo en un mapa. Disfruté diez minutos, veinte, media hora, una hora. Y me empecé a preocupar. Dos horas más tarde y con las tripas emitiendo apagados rugidos de hambre, decidí no esperar más. Me encaminé hacia la Guest House sabiendo perfectamente lo que había ocurrido, mientras mi alter ego intentaba despistarme esgrimiendo mil excusas sobre si estaría tomándose una cerveza con otro viajero o durmiendo plácidamente en el cuarto.

Esta segunda excusa quedó descartada en cuanto aporreé la puerta y no obtuve respuesta. No estaba durmiendo. Bajé a la recepción y le pedí al recepcionista que me abriera la puerta. Subió conmigo, introdujo la llave en la cerradura y, en un lapso de tiempo que se me antojó eterno, la puerta cedió ofreciéndome la realidad con toda su crudeza: ahí no había nada. Ni mis cosas, ni las de Nilson. Era como si nunca hubiéramos alquilado esa habitación.

No había nada. Ni mis cosas, ni las de Nilson. Era como si nunca hubiéramos alquilado esa habitación

Pero esta no es una historia triste, desalentadora o que pretenda hacer apología de la desconfianza.  Al contrario. El que se lanza al mundo con el objetivo encubierto de destrozar zapatos, debe asumir cierto riesgo; no más, en el fondo, que el que sale de su casa para pasear por su barrio, por su ciudad, por su país. La confianza es básica para disfrutar de la aventura; en lo que me sucedió no existe moraleja alguna. Esta es, por el contrario, una historia de descubrimientos, de esperanza, de experiencias únicas, de hallazgos insólitos. Esta historia tiene nombre propio. Pero no es el de Nilson, el chico rarito que resultó ser un ladrón. Esta historia se llama Albert. O tía Isabel. O ambos. Pero vayamos por partes.

Albert es el policía al que le encargaron mi caso. Llegó al hotel con su uniforme de policía y una gorra que hoy adorna mi armario. Lo primero que me dijo, era que aquel tal Nilson no se llamaba Nilson, ni era de Hong Kong, ni estudiaba en Suecia, ni era turista. Era un filipino de China Town, aseguraba. Me había visto cargando mi cámara en Intramuros y se acercó para robármela intentándose ganar mi confianza disfrazado de turista. Lo cierto es, recordé de golpe, que el tipo me llevaba por lugares recónditos y se ofrecía para hacerme fotos. Quizás buscara el momento oportuno para salir corriendo cámara en mano, pensé. Imposible, concluí. Y es que me costaba aceptar que el tipo que no respondía al nombre de Nilson hubiera sido capaz de engañarme de esa manera.

Aquel tal Nilson no se llamaba Nilson, ni era de Hong Kong, ni estudiaba en Suecia, ni era turista

Aunque es verdad que algo en él siempre me resultó sospechoso. Quizás fueran sus silencios, su mirada perdida, su habilidad para moverse por una ciudad que, teóricamente, desconocía. “¿Y por qué no me robó la cámara en aquel momento? ¿Por qué se ha tomado las molestias de venir hasta aquí?”, le preguntaba incrédula a Albert intentando poner orden en todo aquello. Yo misma me respondí: en algún momento de nuestro paseo le había comentado que era periodista; probablemente pensó que, si invertía algo de dinero y tiempo en viajar conmigo hasta Puerto Galera, podría robarme el resto de cámaras y el ordenador. Voilá.

Con solo catorce dólares en el bolsillo -fue todo lo que me dejó, cuidadosamente colocado sobre la cama, como si en el último momento se hubiera apiadado de mí y hubiera pensado que era una buena idea dejarme algo de cash para poder tomar una barca de regreso a tierra firme-, no sabía cómo iba a arreglármelas. Pero Albert medió con el hotel y con los restaurantes de la zona para que me prestaran sus servicios gratuitamente. Además, el policía de la gorra que hoy decora mi armario todavía me tenía otra una sorpresa preparada. “Mañana cojo vacaciones una semana, vente conmigo a Manila”, dijo sin pestañear. Su tía vivía cerca de la ciudad, aclaró, podría alojarme en su casa hasta que hiciera efectivo mi  cambio de vuelo a Bangkok. Me pareció una idea tan descabellada como cojonuda.

Solo catorce dólares en el bolsillo -fue todo lo que me dejó, cuidadosamente colocado sobre la cama

Al día siguiente, temprano, me despedía desde el ferry de aquel paraíso que se había convertido en infierno. Y ahí estaba yo, junto al policía filipino, confiando ciegamente en alguien al que no hacía ni 24 horas que conocía. La historia me resultaba familiar. No había aprendido nada. Afortunadamente.

La tía Isabel vivía a las afueras de la ciudad, en Capite, una zona a la que nos costó una eternidad llegar -de bus en bus y de pick up en pick up. Lo hicimos a la puesta de sol, coincidiendo con el partido de baloncesto entre adolescentes que tenía entretenido a todo el barrio. Incluida a mi nueva familia. Y es que Willy jugaba de alero con el equipo azul.

Willy era el hermano mayor, Nico el pequeño. La tía Isabel, la madre. Y el padre,  cuyo nombre no recuerdo, vivía en Dubái desde hacía dieciséis años -los justos para que el pequeño de sus hijos fuera  efectivamente suyo-. No se habían vuelto a ver desde entonces, aunque hablaban con él a diario y cada mes recibían, puntualmente, una generosa suma de dinero desde los Emiratos Árabes. Aquella era, en realidad, la razón por la que él estaba allí: la supervivencia de toda la familia dependía de su sueldo. La tía Isabel tenía un pequeño quiosco de chucherías al final de la calle que no daba par mucho. Siempre me sorprendió que dos personas con tal cantidad de kilómetros entre sus respectivas rutinas, siguieran tan enamoradas.

Compraron gambas y cervezas en mi honor, me instalaron en la única habitación de la casa

La casa era modesta pero acogedora. A mi memoria se le antoja preciosa. Un amplio comedor, una cocina, una habitación y un lavabo divididos en dos plantas. Disponía de un pequeño jardín, con una glorieta en la que se almacenan mis mejores recuerdos. Retazos de noches en las que la tía Isabel, Albert y yo nos sentábamos a distraer las horas explicándonos la vida o riéndonos al comprobar que “cuchara”, “mundo” o “uno, dos, tres, cuatro”  se dicen igual en filipino y español.

Su generosidad me abrumaba. Era habitual que la tía Isabel llamara a Albert cuando nos encontrábamos de paseo por la ciudad para preguntarle qué me apetecía cenar. Compraron gambas y cervezas en mi honor, me instalaron en la única habitación de la casa -la del hermano mayor, mientras todos ellos dormían juntos en el comedor sobre colchones en el suelo-, cierto día invitaron a parte de la familia para que me conocieran y gastaron un carrete entero de fotos en inmortalizar mi estancia -fotos que, por cierto, dos años más tarde llegaron a casa de mis padres en Barcelona de la mano de una amiga de la tía Isabel que estaba casada con un catalán.

Había sido adoptada por la que ya para siempre sería mi familia filipina

Me gustaba estar allí. Me dejaba querer y los quería. De verdad, de corazón, sin palabrería barata ni retórica literaria. Había sido adoptada por la que ya para siempre sería mi familia filipina. Y más allá de la experiencia auténtica que ello significaba -algo que, en el fondo, todos los viajeros andamos buscando-, me sentía tremendamente a gusto instalada en su sencilla cotidianeidad. Adoraba ayudar a Nico con los deberes, retar a Willy en la canasta del patio, acompañar a la tía Isabel al mercado, moverme por Manila con Albert como una local. La historia del robo quedaba lejos. Ahora solo podía ser inmensamente feliz gracias a la oportunidad que me brindaban de ser una más.

Antes de finalizar la historia me gustaría dar las gracias. Pero no a Albert y tía Isabel, ello sería demasiado obvio -y mi agradecimiento a su infinita hospitalidad se halla en todas y cada una de las palabras, puntos, comas y pausas que hilvanan este relato-. Quisiera dar las gracias al chico rarito que no se llamaba Nilson. Y es que a menudo, un contratiempo te lleva a una experiencia infinitamente mejor a lo que tenías planeado. Y broncearme tumbada en una playa paradisiaca era un buen plan, pero ser adoptada por una familia filipina fue infinitamente mejor. Gracias cómo sea te llames.

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Comentarios (7)

  • Espe

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    La historia se escribe de retazos de nuestras vidas, y siempre siempre se ha de ver el lado positivo de toso lo que nos sucede

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  • Anna R.

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    M’encanta llegir les peripècies d’una periodista que he conegut des de nena. Em pregunto d’on t’ha vingut aquest esperit aventurer, essent d’una família tan convencional? On et portarà encara aquesta mirada encuriosida amb la salvaguarda d’un somriure desmesurat…?

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  • yoco

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    me parece una historia hermosa…
    …. Todo lo malo obra para bien….

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  • Lydia

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    ¡Qué historia tan curiosa! Nunca se sabe lo que nos puede deparar un viaje. Gracias a que volviste a confiar en el ser humano, viviste una experiencia maravillosa.

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  • Olga Moya

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    Si algo he aprendido de mis viajes es que a todo lo malo le sucede algo bueno. Podría poner mil ejemplos, aunque el que he explicado en este post quizás fuera el más significativo (porque lo malo fue muy malo y lo bueno muy bueno). La solidaridad entre humanos en situaciones adversas no tiene límites. E incluso cuando a lo malo no le sucede nada particularmente especial, la experiencia te fortalece y amplía tus límites. Estoy pensando en una ocasión en la que, en mi primer viaje en solitario, acabé ingresada al tercer día de haber partido en un hospital de Bangkok. Fue horrible mientras duró, pero sali extremadamente reforzada de la experiencia, preparada para comerme Asia fuera lo que fuera que me ocurriera. Muchas gracias a los cuatro por dejaros caer por aquí!

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  • Juan Antonio Portillo

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    ……… Irradias positividad a raudales!!!!!!!

    Enhorabuena por este relato transformador y revelador!!!!

    Besos

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  • Olga Moya

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    Juan Antonio, no podías faltar! 😉 Muchas gracias por tus palabras, como siempre!

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