Ilegales, detenidos y deportados a Malawi

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(Es un post sin fotos. La única que hay es del puesto fronterizo de Entre Lagos, en la parte que da al tren. ¿Quién iba a saber lo que nos esperaba y quién iba a querer sacarlas cuando pasó?)

Una doblada barra de metal nos separa de Mozambique. Acabamos de hacer un último tramo de más de hora y media de dura carretera de baches y no nos queda mucha gasolina (ya conté en un post anterior la falta de gasoil existente en Malawi). Al llegar al puesto fronterizo, doce de la mañana, nos encontramos que la oficina está cerrada. Preguntamos y un hombre nos da uno de esos contundentes argumentos africanos que te dejan sin palabras: “Están comiendo. Volverán cuando terminen”. Es decir, “una frontera internacional está clausurada porque sus trabajadores han decidido que es tiempo de irse a comer”, piensas entre risas y desesperación. A África le perdonas sus pecados porque en realidad son sus mejores virtudes.

Preguntamos y un hombre nos da uno de esos contundentes argumentos africanos que te dejan sin palabras: “Están comiendo. Volverán cuando terminen”

A nuestra derecha, nos miran perplejos un grupo de personas de aspecto humilde que espera con sus bolsas tranquilamente bajo la sombra que da el cobertizo de cemento de las cerradas oficinas. Lo extraño para ellos es que cuatro extranjeros crucen por un paso poco transitado. Que esté cerrada la frontera porque se han marchado a comer sus trabajadores no es algo de lo que parezcan preocuparse. Unas pocas cabras sí pasan con gesto despreocupado el borde, libres de visados y en busca de nuevos matojos a los que hincar el hocico. 40 minutos después veo venir a lo lejos a un hombre con camisa y zapatos que camina lentamente. “Es el tipo de la frontera”, elucubro. Efectivamente, apareció sin disculparse de nada, abrió la oficina, nos selló los pasaportes y me quedé con la duda de si tras marcharnos todos cerraría de nuevo el puesto porque le gusta tomar un café a la una y media todas las tardes.

Oficialmente, Daniel y yo éramos dos inmigrantes ilegales en Mozambique

Llegamos a Entre Lagos, paso fronterizo de Mozambique. Ana Paula y Víctor sellan sus pasaportes rápido por tener permiso de residencia. Cuando llega el turno de Daniel y yo el afable policía nos pregunta si tenemos visado multientrada. “No, en la frontera con Sudáfrica intentamos sacarlo pero nos dijeron que no podían hacerlo”, contestamos. “Pues yo no les puedo dar visado, aquí no tenemos el ordenador con el que hacerlos”, nos explica. Comienza entonces una discusión en la que replicamos que no tenemos gasolina, que no tenemos tiempo de volver atrás y entrar por la frontera norte, que perdemos un día de viaje, que estamos trabajando y que es un sin sentido que haya una frontera internacional que no da visados y no lo avisa cuando la que sí los da nos dijo que tampoco podía hacérnoslo. Ningún argumento era válido y quizá cometimos un error en el que caes en ocasiones ante la inoperancia sin sentido africana. Decidimos, ante el gesto tímido del policía, cruzar la frontera sin visado explicando que lo sacaríamos dentro del país. El agente asintió con indiferencia. Una solución que no se te ocurriría proponer en otro lugar del mundo, algo prepotente, y que tendría consecuencias. Oficialmente, Daniel y yo éramos dos inmigrantes ilegales en Mozambique.

Estamos detenidos, pero la atmósfera en el coche parecía más próxima a que nos querían hacer una recepción de bienvenida

Casi tres horas después, tras otra carretera muy bacheada, llegamos a Cuamba (ciudad del norte de Mozambique). Paramos a sacar dinero en un cajero y aparece un coche de Policía del que se bajan dos agentes, uno armado con un fusil. Comienzan a mirar nuestro coche y entendimos que teníamos un problema. Un educadísimo y sonriente oficial, el que no va armado, nos pide que les acompañemos a la Comisaría. Habla con nosotros, nos explica que tiene un aviso de la frontera y que hay que solucionar unos papeles. Estamos detenidos, pero la atmósfera en el coche parecía más próxima a que nos querían hacer una recepción de bienvenida.

20 minutos después entramos en otra sala donde hay otro superior que nos explica que estamos ilegalmente en el país

Llegamos a la Comisaría y el agente nos entrega a un superior con un discurso inolvidable: “Bueno, oficialmente les hago entrega de estos señores. Espero que se solucionen sus problemas, he realizado con empeño mí trabajo y yo me marcho a casa a cenar que hoy no he podido comer y tengo hambre”, dice en tono ceremonioso en una escena casi de película de humor. Don Luis, el jefe, nos indica que “no pasará nada” y que esperemos en una sala en la que hay dos bancos roídos y una vieja televisión encendida. 20 minutos después entramos en otra sala donde hay otro superior que nos explica que estamos ilegalmente en el país. Parsimoniosamente va tomando nuestros datos en un folio en el que apunta hasta la profesión de nuestros padres. Fuera, Ana Paula y Víctor discuten por teléfono con la superior de la Policía en la región y se afanan en explicar que somos periodistas y que estamos trabajando para promocionar el país. Todo resulta algo cómico, aunque tenemos dudas de si pasaremos a un calabozo. En medio de aquel sainete, había impredecibles riesgos que no sentíamos de tener un grave problema.

En medio de aquel sainete, había impredecibles riesgos que no sentíamos de tener un grave problema

Cuando acaba mi interrogatorio pido salir a fumar un cigarro. En la puerta escucho que hay un policía que habla con Ana Paula y le indica que esto se puede solucionar pagando, que estemos tranquilos. Hablaba descaradamente de un soborno. Finalmente, las autoridades han tomado una solución salomónica: “Tienen que volver a cruzar por Entre Lagos a Malawi y volver a entrar a Mozambique por la frontera norte que sí tiene el ordenador para los visados”. Dos policías nos acompañarán en el coche para certificar que cumplimos el castigo. Uno de ellos, el jefe, es el responsable de ese puesto fronterizo, mal comunicado y al que tiene que volver. Dicho de forma más clara, somos un buen transporte para él.

En la puerta escucho que hay un policía que habla con Ana Paula y le indica que esto se puede solucionar pagando, que estemos tranquilos. Hablaba descaradamente de un soborno

Sin embargo, el surrealismo de la situación es aún mayor cuando les explicamos que tenemos hambre y que queremos cenar primero. Invitamos a los dos agentes a cenar a un restaurante de Cuamba en el que abrimos alguna botella de vino blanco caliente y conversamos en la mesa sobre “posibilidades” menos dañosas para nuestro proyecto. Don Luis no escucha, no hay forma de hacerle ver que volver atrás es un gran problema y no tiene respuesta para la pregunta de “¿hay otra forma de arreglar este mal entendido?” (Una buena noticia para el país que así fuera). Otra vez que la conversación era francamente extraña. Mientras, el tipo que lleva su fusil comía algo de pollo y no abría la boca. A las once de la noche, agotados de intentos errados, decidimos subir todos al coche tras una amigable cena en la que hasta la hija de Don Luis se acercó a que le invitáramos a unos refrescos. Retiramos maletas de la parte de atrás del vehículo, les hicimos un hueco y emprendimos las tres horas de terrible carretera agotados. Todos caímos rendidos nada más arrancar, pese al vaivén constante, menos Víctor, un hombre capaz de conducir 24 horas por los peores caminos y no quejarse (hizo el Paris-Dakar hace años y fue capaz de terminarlo en el puesto 58).

Los policías, que nos tenían que custodiar, nos dicen “nos vamos a dormir”, olvidándose de vigilarnos

Llegamos a Entre Lagos oficialmente detenidos y oficialmente deportados. Comenzamos a plantar nuestras tiendas de campaña en el mismo borde y los policías, que nos tenían que custodiar, nos dicen “nos vamos a dormir”, olvidándose de vigilarnos y de lo que pudiéramos hacer como quizá arrancar de nuevo el coche y huir de aquel puesto fronterizo perdido de la mano de Dios. Nosotros mirábamos la oficina que 15 horas antes habíamos estado e hinchábamos los colchones de nuestras tiendas con la sensación de ser algo más bobos que entonces. Creo que nunca dormiré en un sitio más surrealista. A la mañana siguiente nos despertamos por los balidos de una cabra a la que estaban sacrificando. Al abrir mi tienda veo a un montón de niños del poblado en frente que me miran con sorpresa. Recogemos, cruzamos a Malawi y en el último control de la parte de Mozambique un militar nos pregunta. “¿viene aquí el señor Brandoli?”. 24 horas después estábamos de nuevo en Cuamba dispuestos a seguir nuestro viaje. Lo lógico hubiera sido ser deportados a España, con una fuerte multa y quizá una noche de calabozo, pero en esta tierra lo lógico no es siempre lo probable como lo atestigua que exista una frontera internacional que no da visados.

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