A los pies del Everest

Estamos por fin en Rongbuk, en el monasterio más alto del mundo, a los pies de la temible cara norte del Everest. El cielo está despejado. El Monzón nos ha echado una mano. La vista es soberbia, deslumbrante. No te cansas de mirar al Qomolangma, la diosa madre de las montañas. Es, sin duda, uno de los días más felices de mi vida. Ahora sólo pienso en caminar hasta el campamento base.
Descenso del campo base con el Everest a la espalda

Estamos por fin en Rongbuk, en el monasterio más alto del mundo, a los pies de la temible cara norte del Everest. El cielo está despejado. El Monzón nos ha echado una mano. La vista es soberbia, deslumbrante. No te cansas de mirar al Qomolangma, la diosa madre de las montañas. Es, sin duda, uno de los días más felices de mi vida. Ahora sólo pienso en caminar hasta el campamento base.

Los planes, en cualquier viaje, se prodigan en cabriolas y piruetas, y está bien que sea así. Y cuando estás a merced de la naturaleza, mucho más. Tenemos previsto hacer dos noches en Rongbuk y subir mañana al campamento base, pero nada más poner un pie en el monasterio budista, el mismo que recibió a Mallory en 1924, las dudas comienzan a merodear. El tiempo es ahora magnífico, pero ¿y mañana? El Monzón puede jugarnos una mala pasada y camuflar las vistas del Everest durante días. Estamos cansados, sí, y ya es la una del mediodía, pero todavía hay tiempo. Sólo hay que calzarse las botas y equipar una pequeña mochila para la excursión hasta el campamento base. Y eso hacemos.

Tu jornada de gloria, conviene recordarlo, siempre es rutina para alguien que te rodea. Los guías, en este caso

Tu jornada de gloria, conviene recordarlo, siempre es rutina para alguien que te rodea. Los guías, en este caso. Tenzing no tiene demasiadas ganas de perder la tarde en caminatas. Aquí hay poco que hacer salvo reunirse con los demás guías y conductores a jugar a las cartas y beber cerveza, la universal liturgia del aburrimiento. Propone que, para ganar tiempo, nos subamos a un turístico carro de caballos. No me da la gana. Caminar estos caminos no tiene precio para los que amamos la montaña y no estoy dispuesto a diluir la experiencia en un aristocrático paseo en calesa. Al final accede a regañadientes a acompañarnos, aunque le insisto en que no hace ninguna falta. La pista de tierra, que los chinos asfaltarán dentro de unos meses para subir la antorcha olímpica a la cima del mundo, no tiene pérdida.

Nada más comenzar a andar, Tenzing se distancia de nosotros y, tras indicarnos un atajo, no volvemos a verle hasta que alcanzamos el campo base una hora y 45 minutos después. Poco importa. La ascension, con el imponente Everest siempre frente a nosotros (sólo se esconde media hora antes de llegar, oculto tras una plomiza montaña), es una delicia. Bebemos agua en abundancia porque, a 5.200 metros, cualquier esfuerzo, por mínimo que sea, puede pagarse caro. Y como resulta que la mayoría de los turistas que han llegado con nosotros a Rongbuk han decidido esperar a mañana, subimos prácticamente solos.

La placa de Mallory

Hay varias tiendas grandes de lona junto a un río del agua que viene del glaciar. Al final, hay un cartel que advierte a los turistas de que si continúan caminando pueden ser multados con 200 dólares. A partir de ahí es territorio para las expediciones que han pagado los correspondientes, y carísimos, permisos al Gobierno chino. Subimos a una pequeña colina para tener unas mejores vistas de todo el macizo nevado. Cuesta respirar subiendo la cuesta. Arriba hay una pareja de suizos y dos chinos que pronto dan media vuelta. El viento hace flamear las características banderas de oración. Tenemos el Everest ahí enfrente, a apenas 15 kilómetros de distancia. Dan muchas ganas de seguir caminando. Esparcidas en la llanura hay una decena de tiendas de campaña de una expedición. No veo basura por ningún lado. Ahora, de todas formas, con el Monzón haciendo de las suyas no es la temporada más propicia para asaltar la cumbre.

Me acuerdo de mi padre, que me enseñó a amar y respetar a las montañas desde niño, de nuestro primer 3.000, el Monte Perdido, con apenas doce años

Oteando con los prismáticos se aprecia con gran nitidez el segundo escalón, la pared de roca donde se vio por última vez a Mallory e Irvine antes de que la gran montaña los engullera, y con ellos la incógnita de si fueron los primeros en alcanzar la cima. El misterio, casi un siglo después, todavía se mantiene.

Esa hora de fotos, de inmenso gozo, de reflexión, de agradecimiento, se va en un suspiro. Me acuerdo de mi padre, que me enseñó a amar y respetar a las montañas desde niño, de nuestro primer 3.000, el Monte Perdido, con apenas doce años. ¿Cuánto hubiera pagado él por llegar hasta aquí? Yo, en cierto modo, he llegado por los dos.

Pero no quiero regresar sin buscar la placa en memoria de Mallory, que al fin encuentro en un pequeño promontorio. Junto a la original de piedra de 1924, rotunda con su escueto “In memoriam”, hay otra colocada por su hijo en los años 80 que también incluye a Irvine y a todos los que se dejaron la vida en las pioneras expediciones británicas al Everest. “Vistos por última vez el 8 de junio de 1924”, se puede leer en relación a los dos célebres alpinistas. Es un momento emocionante en el que aletean un montón de lecturas montañeras sobre Mallory y el Everest.

Un sherpa noqueado

En una de las tiendas, acondicionada como coffe-bar para los expedicionarios, nos tomamos un te. Enfrente de nosotros el médico de la expedicion atiende a un sherpa que acaba de bajar de un campamento avanzados con evidentes síntomas de mal de altura. Está como noqueado, ausente, y con la mirada perdida. Le hace beber interminables tragos de agua. Quizá se trate sólo de una deshidratación. En un momento dado, el doctor me pide mi relog digital para tomarle las pulsaciones. A nuestra izquierda, en otra mesa, un grupo de porteadores juega animadamente a las cartas sobre un tablero mientras beben cerveza. Llevan las cuentas de las apuestas con pequeñas conchas de río. No parece preocuparles demasiado el mal rato de su compañero.
Antes de irnos, no quiero dejar pasar la ocasión de echar unas postales en el buzón situado a mayor altitud del planeta, un rito de turista como cualquier otro. Pero la tienda que hace las veces de oficina de correos está cerrada y me tengo que contentar con encargárselo a una joven tibetana que se ofrece a enviarlas por nosotros (previo pago de 45 yuanes para sellos y otros 15 de propina). Las postales, sorprendentemente, llegarán a su destino.

Decidimos empezar a bajar con una enorme sonrisa en el corazón. Unos minutos después, Tenzing para a un camión que se dirige al monasterio tras subir algunas provisiones al campamento base. Nos ofrece que bajemos con él. Nuevamente, la gloria arañada por la rutina. Acaba de colmar mi paciencia. Insisto en que se vuelva él en el camión y que se olvide de nosotros (infringiendo el primer mandamiento de un buen guía). Apenas opone resistencia, así que Belen y yo bajamos solos y sin agua, pues acabamos de caer en la cuenta de que nos hemos olvidado la botella en el coffe-bar de Rongbuk. Pero ¿quién va a preocuparse por una caminata de poco más de una hora sin agua? Error garrafal. El descuido terminará por pasar factura. Lo contaré en el siguiente post.

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