Bombay: el turismo de la miseria y la muerte

(…) Ha sido un milagro no haberlos matado a todos. Los intrusos en el asfalto que casi provocan su propia muerte arrastran un carro. Sobre él hay un bulto tapado con una sábana de colores. Se adivina que es un cadáver humano (…)

Una pequeña multitud se interpone en nuestro camino. El taxista frena en seco para no arrollarla. Sus rizos de galán setentero se agitan con la inercia. El viejo modelo de Fiat emite un horrible chirrido, avanza aun unos metros lastimeros y se detiene a poca distancia del cortejo. Ha sido un milagro no haberlos matado a todos. Los intrusos en el asfalto que casi provocan su propia muerte arrastran un carro. Sobre él hay un bulto tapado con una sábana de colores. Se adivina que es un cadáver humano.

—It is a dead body. They go far the sea to burn him—informa el conductor con su precario inglés. O sea, que llevan un muerto al crematorio.
—¿Y qué le ocurrirá al alma de ese hombre?—le pregunto.

¿Pregunta extravagante en un taxi? Tal vez, pero yo gusto de hablar con las gentes de los países que visito sobre las cuestiones más diversas, que pueden ir desde el precio del maíz en el mercado local hasta las expectativas electorales de los demócratas en el estado de Wisconsin para las próximas presidenciales.
Suelo obtener de ese modo escasa información práctica sobre el maíz o los demócratas del medio oeste, pero sí un valiosísimo vistazo a la sociología nacional y, sobre todo, perfiles definidos de los tipos más asombrosos con los que nutrir mis textos. Ante la visión tan directa de un funeral, me parece que es éste un perfecto momento para interrogar a un auténtico hindú sobre las consecuencias ultraterrenas que supone dejar de existir. Confío en que siempre será mejor la información de primera mano de un verdadero creyente que consultar la Wikipedia.
—Oh, ellos le van a quemar—explica haciendo el gesto típico de vaivén con la cabeza que tanto se repite en India. Es como si dibujaran el signo del infinito con la nariz. Viene a significar asentimiento o un modo sencillo de decir que te sigo la corriente.
—¿Y luego?
—Luego tiran las cenizas al mar y se vuelven a sus casas.
—No me refiero a eso—insisto pacientemente—, lo que pregunto es si para los hindúes hay un paraíso.
Para los cristianos como yo existe un cielo al que van los buenos cuando se mueren y un infierno al que van los malos; luego tenemos un purgatorio donde van los regulares. ¿En qué creen los hindúes? ¿Hay paraíso para ti?
Mi interlocutor sigue mirando fijamente al frente mientras toca la bocina sin cesar. Es el modo habitual de hacerse notar en un sistema circulatorio caótico donde se desconoce el uso de los intermitentes. Esquiva un tuk tuk, dos carromatos y una vaca y entonces contesta sin inmutarse.
—Sí, sí, los cristianos entierran el cuerpo muerto; los musulmanes también entierran el cuerpo muerto, pero los hindúes lo queman. En las ciudades se les quema con electrónica, pero en los pueblos se les quema con madera. luego se arrojan las cenizas “far” de río y se acabó.

De perros y gatos

Alicia viaja al lado del conductor. Prefiere ese sitio porque la ventanilla se puede bajar del todo. No es solo por el calor que hace en Bombay en pleno diciembre, es porque así puede hacer mejores fotos. La ciudad es un inmenso escenario de veinte millones de habitantes. El mejor plató del mundo.
Mires donde mires encuentras escenas asombrosas, excesivas, acojonantes y polícromas. El color es omnipresente y todos los personajes merecen un retrato. Deja la cámara, se gira hacia él y aporta a tan metafísica discusión un valioso dato que yo desconocía.
—Los hindúes creen en la reencarnación. Se reencarnan en animales. Para ellos lo mejor es reencarnarse en serpiente ¿Verdad?
Silencio. Al menos dentro del habitáculo, porque fuera arrecian los pitidos. Teniendo en cuenta el nivel respectivo en inglés de ambos contertulios tengo que repetir el comentario porque Alicia suele inventarse las palabras en el idioma de la reina madre y el taxista, que no tiene tanta imaginación, apenas utiliza diez o veinte vocablos, aunque le sirven para expresar casi todo. Su palabra favorita es “for”, traducible como “para” y que el pronuncia “far” e intercala en todas sus frases, venga o no a cuento.

Los viajeros occidentales se retrepan en el pretil para tomar la mejor foto de uno de los más atractivos reclamos turísticos del país: la miseria

Cuando insisto con lo de la serpiente, se limita a asentir con ese gesto bamboleante de su rizada cabeza. Me asombra el estilismo de estos fulanos. Prepondera el de los machos hiperbólicos de las películas baratas de los años setenta. Un genunino Sandokán del asfaltó está hecho el tipo.
Como no obtiene resultado alguno con los reptiles, mi compañera, que no de suele rendirse nunca con facilidad añade de su caletre más sabiduría hinduista.
—Pero si los hindúes son malos en vida, entonces como castigo se reencarnan en perro, que es lo peor.
El tipo da un respingo al oír la palabra “dog”. Vaya, creo que esta vez hemos conseguido acercarnos al punto vital del asunto.
—Los perros—exclama excitado—, son muy peligrosos. Muerden. Mejor los gatos.
—¿Los gatos? ¿Por qué?—pregunto extrañado.
El tipo esquiva una vaca, un mendigo de la casta de los intocables, insiste con el claxon y una vez que ha conseguido encajar de nuevo el astroso Fiat en el interminable atasco contesta con el maldito vaivén de la cabeza.
—Because the cats only far de fish.
O sea, que para un taxista hindú los gatos son mejores que los perros porque comen pescado. Irrefutable axioma que me convence absolutamente. Abandono toda conversación. Recostado en la mugrienta tapicería del asiento trasero miro pensativo por la ventanilla. Frente a mí se elevan los altos y relucientes rascacielos del Bombay de los negocios. Es la nueva India del crecimiento económico vertiginoso. Debajo se extienden casi infinitas las piletas de los pobres lavanderos que frotan con sosa cáustica la suciedad de las ropas de los hoteles de la cuarta ciudad de la India.
Los viajeros occidentales se retrepan en el pretil para tomar la mejor foto de uno de los más atractivos reclamos turísticos del país: la miseria. Es la irresistible pulsión por lo sórdido. No hay verdadera visita a la verdadera India, te dicen, si no has visitado un slum y te has zambullido en el río de heces humanas. El resultado es letal. La capa de indiferencia se hace más gruesa. El rostro de un intocable conmueve, diez millones de rostros son un anónimo collage que uno puede mirar con la distancia con la que contempla los cuadros puntillistas en los museos.

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