Subir por los contrafuertes que sostienen el Potala para sumergirse en el corazón del antiguo palacio de invierno del Dalai Lama es como cruzar el puente levadizo de uno de esos castillos del Amadís de Gaula que encendían la bendita locura de nuestro universal Don Quijote.
La noche ha sido pródiga en fuegos artificiales, insomnios y dolores de cabeza inmisericordes. La lluvia se ha llevado, ya era hora, los fastos chinos y nos ha regalado una buena noticia: el Potala está abierto de nuevo. Hemos sacado las entradas a la carrera y nos han citado a las once menos veinte. Hay que entretener la espera y qué mejor que subirse al mirador del Chagpo-Ri, la colina desde la que se disfrutan las mejores vistas de Lhasa. El espectáculo es fascinante desde este palco que permite observar a los peregrinos que acuden a hacer el kora (circuito que rodea a los lugares de culto del budismo tibetano) del Potala haciendo girar sus molinillos de oración y desgranando sus plegarias con devoción.
El palacio de las 1.000 habitaciones
No estamos solos. Hay un aluvión de turistas que, como nosotros, llevan varios días esperando a que la oficialidad china ponga fin a las celebraciones para poder poner un pie en este gigante blanco de techos dorados. Una vez dentro, sobrecogen las monumentales estupas funerarias de los dalai lamas, la del quinto (3.700 kilos de oro y 15 metros de altura) por encima de cualquier otra, y las habitaciones del actual padre espiritual del budismo, que los fieles recorren con especial veneración (no es decir poco teniendo en cuenta que exhibir fotografías del Dalai Lama todavía es un deporte de riesgo). Durante hora y media recorremos con parsimonia los pasillos intrincados de esta fortaleza con más de un millar de habitaciones y una descomunal biblioteca.
La bajada camino de la explanada es todo un deleite. Unos pasos por delante, un monje se desgañita hablando por el móvil. En la piedra inmaculada del Potala se observan pequeños orificios. Pregunto. “Son para colocar las banderas rojas”, escucho.
Durante hora y media recorremos con parsimonia los pasillos intrincados de esta fortaleza con más de un millar de habitaciones y una descomunal biblioteca.
Una vez abajo, insisto en recorrer el kora, flanqueado por hileras interminables de molinillos de oración y tenderetes donde los peregrinos pueden comprar sus rosarios, lamparillas y mantequilla de yak. Una imagen perdura para siempre, la de una mujer caquéctica, consumida por los años, que no nos quita ojo mientras Belén hurga en la mochila. Apenas mide metro y medio de cuerpo sarmentoso, escurrido como una pasa. Al final se decide y nos pide la botella de agua. Se la ofrezco con una sonrisa y le pido permiso para hacerle una fotografía. Pero ahora que ha cogido carrerilla, quiere dinero. Seguimos nuestro camino.
Es mediodía y hace un calor sofocante durante la media hora que nos cuesta recorrer todo este itinerario espiritual que circunda el Potala. Media hora durante la cual los rayos de sol te aguijonean la nuca mientras intentas comprender algo y no puedes evitar sentirte como un japonés en Las Ventas confundiendo a los toros con los cabestros.
18 litros de agua y tres botellas de oxígeno
La tarde hay que aprovecharla para comprar algunas provisiones. Mañana comenzamos nuestro largo viaje hacia Katmandú a través de los Himalayas con parada estelar en el campo base del Everest en su cara norte, la que cobija al legendario glaciar de Rongbuk. En el kitt del expedicionario tibetano no puede faltar agua, mucha agua, para intentar combatir el mal de altura. Compramos doce botellas de litro y medio, 18 litros en total, por 48 yuanes, y tres botellas de oxígeno. Son bombonas ligeras, de plástico, que pueden venir bien en caso de emergencia. Un paisano nos indica con señas que la mejor manera de inhalar el aire es directamente a través de la nariz, prescindiendo de la mascarilla. Nunca hay que despreciar el consejo de un lugareño. Compramos también algunos frutos secos, barritas de chocolate, panecillos, snacks variados y envases al vacío de pinchos morunos y carne de cordero desecada que no invitan precisamente a darse un festín.
Lejos de casa la felicidad, a veces, no es más que unos tragos de cerveza y un poco de pasta cocida como Dios manda.
Las nubes empiezan a cerrarse por el norte, lo que no es un buen presagio teniendo en cuenta que todavía estamos en temporada del monzón. La lluvia arrecia con furia cuando cae la noche. Ahí fuera sólo hay agua y oscuridad. Mañana salimos con el alba y hay que acostarse pronto, aunque sea para pelearse con la almohada y escuchar como el taladro retumba dentro de tu cabeza. En unas horas superaremos los 5.000 metros de altura. ¿Cómo reaccionará nuestro cuerpo? ¿Estamos preparados? Estos días de aclimatación en Lhasa han tenido que servir para algo. Con ese ánimo nos despedimos de la capital del Tíbet con una cena memorable en el Dunya, junto al Yak hotel. Los noodles con verduras o con carne de yak no tienen parangón. Fred, el dueño, es un alemán afincado en Lhasa desde hace años que no pierde detalle para que sus comensales salgan con una sonrisa en el estómago. Lejos de casa la felicidad, a veces, no es más que unos tragos de cerveza y un poco de pasta cocida como Dios manda. Por lo que pueda venir, disfrutamos las viandas como si fuesen la última cena.