Helsinki: el patito feo del Báltico

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
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Nada más llegar a la estación de tren de Helsinki desde el aeropuerto, lo primero que veo es un cartel en un bar anunciando la semana gastronómica de Aragón. Cualquier viaje, por lejano que sea, te acaba dando de bruces con la cotidiana rutina de tu propio barrio, ¿pero es necesario que sea tan pronto? Ahora más que nunca necesito llegar a pie al apartamento, escuchar una lengua que no entiendo, buscar las miradas de quienes me saben forastero, rebuscar en el mapa el maldito nombre de una calle con más consonantes que vocales, confundirme en la fría noche que cae a cuchillo en una ciudad desconocida… Sentirme lejos, en fin, aunque a mis espaldas queden las bandejas de ternasco y longaniza y el vino de Somontano de mi querida patria chica.

Las calles están semivacías a medianoche. Una hamburguesa apresurada, una cerveza en vaso de plástico (¡que Dios me perdone!). La catedral luterana, símbolo de la ciudad, luminosa y vigilante en la oscuridad, pide a gritos subir los 47 escalones, empinados como una pirámide maya, que la separan de la plaza del Senado, sin turistas que la fotografíen a estas horas. Se llega arriba con la respiración entrecortada. Definitivamente, estas escaleras se merecen un Rocky que les haga pasar a la posteridad.

Ahora más que nunca necesito llegar a pie al apartamento, escuchar una lengua que no entiendo, buscar las miradas de quienes me saben forastero

Más adelante, a un costado del puerto, la catedral ortodoxa de Uspenski, asoma tenebrosa entre las antiguas atarazanas. Nada que ver con unas horas después, cuando los primeros rayos de sol iluminan su fachada como si alguien hubiese prendido fuego en su interior. Un domingo a las nueve de la mañana sólo un mendigo está apostado junto a las escalinatas para defender la posición en una plaza tan privilegiada.

Siempre había oído que Helsinki no merecía mucho la pena. Todo el mundo habla maravillas de Estocolmo, de Copenhague, de Tallin, pero Helsinki se suele despachar con un par de frases sin ningún brillo. Por eso había venido. A comprobarlo con mis propios ojos. Y ahora que el día amanecía esperanzador, me alegraba de ello. Queríamos caminar por la señorial avenida Mannerheimintie hasta el estadio olímpico, pero antes nos detuvimos en la plaza del Senado, todo un ejemplo de cómo los finlandeses asumen su historia sin estridencias. En el kilómetro cero de la ciudad, a los pies de la catedral luterana, una estatua del zar Alejandro II perpetúa los tiempos en los que Finlandia formó parte de la Rusia imperial.

Todo el mundo habla maravillas de Estocolmo, de Tallin, pero Helsinki se suele despachar con un par de frases sin ningún brillo. Por eso había venido

En Aleksanterinkatu es imposible pasar de largo por el número 44, donde la Casa Pohjola, con sus burlescas esculturas, justifica una parada. Dad la vuelta al edificio por Mikonkatu para no perderos ninguna de estas sorprendentes figuras decorativas. Ya en Mannerheimintie, el recorrido hasta el estadio está jalonado de lugares de interés, como el Kiasma o Museo de Arte Contemporáneo, el Parlamento y la Casa de Finlandia, junto a la bahía de Toolo y un parque con mucho encanto. La luz hace de las suyas y nos regala un espectacular espejo en las aguas. La ópera, sin embargo, es un edificio sin brillo que no detiene el paseo, de casi media hora, hasta el estadio olímpico donde se celebraron los Juegos de 1952, rodeado de los inmensos jardines de invierno. Allí se encuentra una estatua del mítico Paavo Nurmi, “el finlandés volador”, sin duda uno de los mejores atletas de todos los tiempos, que se retiró con doce medallas olímpicas, nueve de ellas de oro, y un palmarés que incluía más de una treintena de récords del mundo.

Pohjoisesplanadi un amplio bulevar repleto de tiendas y restaurantes donde Helsinki luce todo su músculo en el campo del diseño

Por cinco euros se puede subir en ascensor a una torre de 72 metros de alto desde la que las panorámicas de la ciudad están más que garantizadas. De regreso al centro, tras pasar por la funcional estación de tren (con sus monumentales esculturas humanas) caminamos por la principal arteria comercial de la ciudad, Pohjoisesplanadi, un amplio bulevar repleto de tiendas y restaurantes donde Helsinki luce todo su músculo en el campo del diseño (de hecho, en 2012 ha sido designada capital mundial del diseño).

En el puerto se celebra ahora el Kauppatori, el mercado más popular de Finlandia y uno de los más originales del mundo. En la bahía atracan los veleros tradicionales que, venidos de todo el archipiélago, acuden a la capital a vender sus productos y algunos, incluso, sirven comida a bordo. En tierra firme, se suceden las decenas de tenderetes con los típicos pescados ahumados, pieles y una variada artesanía local. El ambiente es festivo y relajado, propio de un domingo con sol, aquí casi un motivo de celebración.

Nos sentamos en los concurridos bancos de madera de un puesto a comer una sopa (lohikeitto) y un plato de salmon, chanquetes y un pescado parecido al arenque. De postre, un kahvia (cafe) con unos dulces (lämmin possu) en un tenderete cercano. De repente, el cielo se oscurece y empieza a jarrear durante unos minutos, como si alguien pretendiese recordarnos lo afortunados que hemos sido.

En el Kauppatori, el mercado de pescado, el ambiente es festivo y relajado, propio de un domingo con sol, aquí casi un motivo de celebración

A las cinco de la tarde, los barcos empiezan a zarpar de vuelta a casa en medio de una notable expectación. Es inevitable que en las caras de la gente se intuya una sensación de fin de fiesta. Los tenderetes empiezan a recoger los bártulos. Llovizna. Me gustaría quedarme un día más en Helsinki, síntoma inequívoco de que he percibido una ciudad muy distinta a los tópicos que había escuchado sobre ella. Derribados los clichés, es un buen momento para subirse a un ferry camino de Estocolmo (17 horas nos separan) y disfrutar de un inolvidable atardecer a bordo sorteando islotes que apuran los últimos rayos de sol. Sólo echo de menos, ahora sí, una copa de Somontano…

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Comentarios (3)

  • Ana

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    Al final, el Somontano.
    Eres genial, Ricardo

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  • Javier Brandoli

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    Suscribo con Ana lo genial de la última frase: El Somontano era algo que no esperaba leer en un artículo de Helsinki. Venga, otro sitio al que ir!!! Abrazo

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  • Ricardo Coarasa

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    Gracias a los dos. Os debo una botella de Somontano

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