La locura del Ngorongoro

Y quería saltar del coche, correr ladera abajo, reir, tocar a los animales, encender una hoguera y pasar allí la noche conversando con ellos, borrachos, cantando canciones de nuestra tierra. Pero me fuí porque pensé que quizá las hienas y leones tendrían otros planes, por falta de cojones, por ser humano, inteligente, y carecer de instintos. Creo que si no seguiría por allí, con mi cámara ya sin batería, sentado junto a 600 ñus mientras nos hacen fotos los turistas. Feliz.

Este es un post que no necesita palabras, miren las fotos de este reportaje, todo lo demás casi da igual comparado con su belleza. Ellas hablan por sí solas. Creo que en pocos sitios me tropecé con un parque tan milimétricamente perfecto como este. Una orgía de colores, de sensaciones, de animales.

El contexto

Me entró como una ansiedad absurda, ridícula. Mientras el 4×4 descendía la ladera del volcán comencé a inquietarme con la idea de irme. No llevaba ni diez minutos allí y, mientras miraba enloquecido a mis lados para acreditar que todo era cierto, comenzaba a agobiarme con la idea de tenerme que marchar. El Ngorongoro  es demasiado perfecto para ser real y uno busca con su mirada una explicación lógica a tanta belleza. Como fotógrafo diré que miras y miras y miras y te aburres de mirar a la pantalla de tu cámara y pensar, “esta parece buena”.

El Ngorongoro no era sólo un parque, era una inmensa paleta de colores como no recuerdo haber visto otra. La temporada de lluvias acaba de terminar y el cráter estaba lleno, abarrotado, de millones de flores de todos los colores que sobresalían sobre un manto verde brillante. Era casi un cuadro de Claude Monet con vida. Una estampa de matices que se puede contemplar sólo durante poco tiempo, nos explicó Wilson, nuestro compañero de ruta de la empresa Loveliveafrica. “Cuando acaba la temporada de lluvias el parque esta así por unas pocas semanas”.

Creo que no puedo añadir mucho más, que esta vez no tiene sentido hablar por encima de las imágenes, que no aporto nada que no se entienda ya con los ojos. Luego, a eso de las cinco de la tarde, Wilson nos anunció que nos marchábamos. Yo miraba de pie para atrás, intentando retener aquella imagen en mi mente, por encima de mi cámara.

Y quería saltar del coche, correr ladera abajo, reir, abrazar a los animales, encender una hoguera y pasar allí la noche conversando con ellos, borrachos, cantando canciones de nuestra tierra. Pero me fuí porque pensé que quizá las hienas y leones tendrían otros planes, por falta de cojones, por ser humano, inteligente, y carecer de instintos. Creo que si no seguiría por allí, con mi cámara ya sin batería, sentado junto a 600 ñus mientras nos hacen fotos los turistas. Feliz.

Ya de noche, en el espectacular Plantation Lodge, un hotel-cafetal de lujo, con cuartos espectaculares y una bodega de ladrillo enclavada en sus pies donde hicimos alguna cata de vino maravillosa, recordaba los colores del Ngorongoro y los recontaba con las fotos que no nos cansábamos de preguntar si eran reales o las habíamos inventado.

 

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