Lago Tana: las desventajas de no ser Indiana Jones

Por: Ricardo Coarasa (texto y fotos)
Previous Image
Next Image

info heading

info content

Mientras miro la chalupa desastrada con la que nos disponemos a navegar por el lago Tana en busca de la tumba de Pedro Páez, el jesuita que descubrió las Fuentes del Nilo Azul y a quien la historia pagó con el olvido, empiezo a pensar que algo no va a salir bien. El fatalismo es consustancial al viajero, al menos en mi caso; en cierta manera es el peaje que hay que pagar por desairar a la rutina y poner rumbo a lo desconocido pero, en este caso, los malos presagios se nublaban aún más por dos motivos. Belén, mi mujer, se había empeñado en acompañarme hasta la península de Gorgorá, al norte del lago etíope (el segundo más grande de África y el situado a mayor altitud, 1.800 metros sobre el nivel del mar), pese a que no le hacía ninguna gracia la singladura. Eso no hacía sino redoblar mis preocupaciones. Y, sobre todo, a miles de kilómetros, en España, nos esperaba nuestro hijo de año y medio, que habíamos dejado con sus abuelos para seguir el rastro de Páez por Etiopía durante tres semanas.

Uno nunca viaja solo cuando tiene hijos, aunque no te acompañen. Viajan contigo, de alguna manera, porque tu desgracia es la suya y es obligado plantearse algunas preguntas cuando asumes la cuota de riesgo que implica cualquier viaje, y más en países subdesarrollados. Todo va a salir bien, desde luego, te repites una y otra vez en los días previos, pero de repente, invariablemente, te atraviesa una ráfaga de fatalismo como una arpón helado urgando en tus entrañas. Y te sientes fatal. Aunque sabes que no te detendrás, que viajarás a Etiopía a toda costa, una nube de abatimiento ensombrece la felicidad de tu corazón por unas horas.

Uno nunca viaja solo cuando tiene hijos, aunque no te acompañen. Viajan contigo, de alguna manera, porque tu desgracia es la suya y es obligado plantearse algunas preguntas

El jodido fatalismo había regresado ahora a incordiar un rato. La escena era típicamente africana. Dos “faranji” (extranjeros en la lengua local, el amárico) decididos a navegar hasta los restos de la iglesia que levantó Páez en Gorgorá en 1621. Un buen puñado de dólares de ganancia (casi 700 birrs, unos 50 euros al cambio, toda una fortuna). No hay obstáculo capaz de estropear ese trato. No al menos en África. Y vaya si los había.

Para llegar hasta Gorgorá habíamos bordeado la orilla oriental del Tana, un paisaje fabuloso de tierras fértiles, durante casi cuatro horas. Camino del embarcadero tenemos claro que no es posible acceder por tierra con el todoterreno hasta la iglesia donde está enterrado Páez (Miquel Silvestre, que llegó hasta allí en moto, dio buena fe de las dificultades de esa pista endemoniada). La temporada de lluvias hace estragos en los caminos africanos. Conscientes de esa dificultad, nos asaltan con ofertas a cuál más disparatada para llevarnos en barca hasta el lugar. Preferimos, no obstante, acercarnos al embarcadero, situado junto a una antigua residencia del dictador Mengistu, ahora semiabandonada (la estancia principal es un hotel decadente).

Queda lo más difícil: arrastrar la chalupa por un terraplén hasta la orilla del lago. Colocando un tronco tras otro bajo el casco, conseguimos poco a poco acercarla al agua

La barca que se utiliza para el trayecto está en reparación y la sustituta la están pintando, nos informan. No es posible salir antes de la una y media, porque los encargados de adecentarla están descansando hasta esa hora. Todo esto me suena. Alargo al encargado un billete de 20 birrs y se compromete a poner a trabajar a los operarios, que no obstante no aparecen por el embarcadero hasta la una. El tiempo se va echando encima y empiezo a temerme que la habitual tormenta vespertina, puntual como un reloj en temporada de lluvias, nos pille en plena travesía.

Ahora queda lo más difícil: arrastrar la chalupa por un terraplén de seis metros de desnivel hasta la orilla del lago. Colocando un tronco tras otro bajo el casco, conseguimos poco a poco acercarla al agua. A mitad de camino hay que echar mano de un carretón oxidado. El último tramo, el bote se desliza por encima del pedregal a trompicones, empujado sin ningún mimo hacia el lago.

Uno tiene perfecto derecho a hacer una locura de vez en cuando, pero de ahí a que una fotografía se encargue de recordártela toda la vida…

No busquéis la foto de la barcaza en la galería de imágenes. Ni siquiera se me pasó por la cabeza sacar la cámara. Uno tiene perfecto derecho a hacer una locura de vez en cuando, pero de ahí a que una fotografía se encargue de recordártela toda la vida…

Alguien trae un motor Yamaha para acoplarlo en la popa mientras un niño empieza a achicar agua con un trapo. Ni corto ni perezoso, se sitúa en la parte trasera para equilibrar el peso y ganarse una propina, supongo. Joni, nuestro guía por tierras etíopes, no quiere dejarnos solos y, con la congoja reflejada en el rostro, también es de la partida pese a que, me temo, no sabe nadar.

Navegamos a gran velocidad y, fruto de ese ímpetu, el agua no deja de entrar en el interior del bote. Pronto estamos calados

El motor ruge y la patera enseña la proa. Es como si a un 600 le acabasen de instalar un motor Ferrari. Navegamos a gran velocidad y, fruto de ese ímpetu, el agua no deja de entrar en el interior del bote. Pronto estamos calados. El niño no deja de sonreír.

Está claro que el piloto tiene prisa por llegar, temeroso de que nos sorprenda el chaparrón de todas las tardes. Lo bueno de momentos como éste es que tienes mucho tiempo para pensar. Escuchas con bastante claridad tu lucha interior. El oleaje es cada vez mayor y las posibilidades de volcar aumentan. Viajo con mi inseparable mochila, con los pasaportes, la cámara de fotos y el dinero encima. Naufragar aquí, además del mal trago de tener que nadar hasta la orilla evitando un encontronazo con un hipopótamo, sería una torpeza. No soy Indiana Jones ni, como decía hace poco el maestro Javier Reverte en VaP, viajo a los sitios buscando peligros. La habilidad de intuirlos y evitarlos me parece una de las grandes lecciones que te da viajar.

Lo bueno de momentos como éste es que tienes mucho tiempo para pensar. Escuchas con bastante claridad tu lucha interior

Tengo cada vez más miedo de que pase algo y me duele enormemente el mal rato que está pasando Belén. Es injusto que mi obsesión por llegar a la tumba de Pedro Páez termine con todos a remojo. El niño sigue sonriendo. El cielo se oscurece barruntando lluvia.

Le pregunto al piloto cuánto nos queda para llegar. Media hora. Le digo que dé la vuelta. Belén insiste en que sigamos, porque su corazón es más grande todavía que el miedo que está pasando. Con el motor detenido, mecidos por las aguas del lago como un trozo de corcho, le pregunto a Joni. “Me he subido a muchas barcas, pero ninguna se movía tanto. No estamos seguros…”, sentencia. El piloto quiere saber qué pasará con su dinero. Le digo que lo negociaremos en tierra.

Regresamos. Siento un gran alivio de haber evitado un peligro cierto de naufragar, pero al mismo tiempo no puedo evitar una sensación de amargura

Regresamos. Siento un gran alivio de habernos librado de un peligro cierto de naufragar, pero al mismo tiempo no puedo evitar una sensación de amargura. Quería llegar a esas ruinas, pisar la tumba de Páez. Pero no a cualquier precio. Un viaje sin imprevitos dejaría de serlo. Había planeado minuciosamente la ruta para pisar la iglesia de Gorgorá que Páez pudo construir tras convertir al catolicismo al emperador Susinios (fue un triunfo efímero, pues su sucesor, Fasilidas, expulsaría a los jesuítas y borraría el legado de Páez). No lo conseguiría, al menos por esta vez, pero no me pesaba. Podía más la satisfacción de haber resuelto una solución complicada. En el muelle negociamos el pago del viaje, que cerramos finalmente en 200 birrs. Nunca me he arrepentido de esa decisión aunque, eso sí, cuando recuerdo lo sucedido pienso en volver. Quien viaja siempre deja un rastro de cuentas pendientes.

  • Share

Comentarios (3)

  • Carlos L

    |

    Ricardo,

    Muy buen artículo yunas reflexiones muy interesantes sobre los riesgos y los fatalismos que nos suceden cuando viajamos. Enhorabuena

    Contestar

  • Viajes de Primera

    |

    Más que de fatalismo, quizá se trate de previsión, de cordura o de experiencia… Cuando te han pasado cosas, sobre todo en los viajes, sabes lo que cuesta-duele llegar al extremo y aprendes a evitar riesgos innecesarios, que desde el salón de casa parecen aventurillas divertidas pero que, sobre el terreno, pueden complicarte mucho la vida y hacerte pasar un rato muy, pero que muy,malo… SObre todo en determinados países. Aunque no viajamos con hijos (ni de la mano ni en el recuerdo), compartimos la perspectiva que te hace dar la vuelta, «por si acaso» 😉 Mientras dure el Viaje, siempre queda la esperanza, y la posibilidad, de regresar!

    Contestar

  • ricardo coarasa

    |

    Gracias Carlos y Viajes de Primera. En mi caso sí que hay un fatalismo previo, aunque esporádico y ya digo que también estéril, que ya durante el viaje aconseja esa cordura a la que haces referencia. Medir los riesgos siempre es necesario para evitar sorpresas que ya vienen por sí solas sin necesidad de convocarlas temerariamente. Saludos

    Contestar

Escribe un comentario