Una vez en el vagón, con el sudor impreso en la camisa, un pitido, un
golpe y un revuelo marchito marcan la partida hacia Delhi. La estación
se disuelve a nuestras espaldas y algún autóctono apura aún las últimas
zancadas para no quedarse en tierra.
No hay mejor equipaje que la alegría. Hoy quiero alzar la copa de los sueños nuevos y brindar por ellos. Quiero descorchar nostalgias, beberme a raudales la vida y festejar que un día salimos al encuentro del mundo, y el mundo nos estaba esperando... con su irreductible alegría.
Delhi es la ciudad que no para de trabajar. Te puedes encontrar tipos cargando sacos para subirlos a un andamio encima de una casa. Las habituales vacas. Un vecino insomne subido a un poste, intentando abrirse paso entre la maraña de cables que le rodean. Piensas: ¡Hoy se quema todo!
Han pasado 13 años y aún me sigo reconociendo en las selvas. Aún siento como se aligera mi espíritu llevando un trípode y todavía disfruto cuando me despeina la aventura. Por aquel entonces me encontraba en el Parque Nacional de Chitawan, en Nepal.
Mientras pedimos la primera botella de racksi2 le pregunto a Rohit porqué los bares newaris están mucho más sucios que una zapatería o un colmado. Como no sabe qué responder encoge los hombros y bebe un sorbo de vino de arroz.
Comer en la calle es mucho más que simplemente “comer”. Es una experiencia para todos los sentidos. No se trata solo de calle o restaurante, sino de romper jerarquías, de ponerse todos al mismo nivel, de sentarse codo con codo al lado de personas que no conocemos. Es un mundo para ver y ser mirado.
Un paisaje árido, propio de la península arábiga, engulle cualquier atisbo de vida vegetal o animal, y las aguas del Golfo Pérsico que bañan esas costas, a poca distancia cambian de dueño para pasar a ser las del Golfo de Omán.