Buscamos grandes árboles, uno tras otro, cada vez con mayor frenesí. Y cuando llegamos al objetivo, lo rodeamos, escudriñamos entre las ramas con alborozo infantil y nos sobresaltamos creyendo adivinar una sombra que se desvanece.
No descorchó botellas de champán ni hizo ninguna llamada apresurada. Simplemente, plantó un árbol. Le acababan de comunicar que había sido galardonada con el premio Nobel de la Paz, la primera africana en conseguirlo.
Pretendemos llegar, esta mañana desconcertante de finales de marzo, a una cabaña de pastores junto al río, donde cumplí hace muchos años (tantos que me da pereza contarlos) con la inevitable cuota de rebeldía que se le presupone a un adolescente.
En lo alto de la colina de Södermalm se encuentra mi lugar preferido de Estocolmo: el sinuoso paseo de Monteliusvägen, que regala unas magníficas vistas de la ciudad, y lugar propicio para escuchar promesas de amor eterno.
Olmeda es pueblo de artistas (numerosos pintores han fijado aquí su residencia huyendo del bullicio de Madrid y buscando la serenidad que aviva el talento), de cuestas empinadas y panorámicas que invitan al sosiego. Pero para el viajero es, sobre todo, el pueblo de Pedro Páez, el descubridor de las Fuentes del Nilo Azul olvidado por todos.
Las Vegas es superlativa, extravagante, ostentosa, sublimemente hortera por momentos, extrovertida, mundana, desinhibida, noctívaga y provocadora. ¿A quién se le ocurriría levantar en pleno desierto de Nevada un ciudad concebida por y para el juego?
En pocos lugares del mundo la historia pesa tanto como aquí. Me siento un intruso asomándose a un viejo grabado bíblico. Y eso que las restauradas murallas tienen un cierto aire a museo, a ciudadela mil veces rehabilitada, a piedra lavada con esmero.