Luang Prabang es de esos lugares cuya paz te llega a inquietar. Uno no sabe por dónde empezar a encuadrar los tejados que acaban en punta, los monjes pelados o los budas de oro.
En las selvas de Vietnam hay tan pocos animales como en las de Laos. Los hombres, según nos dijo Juan, se lo comen todo. Con la sensación de dirigirnos a un lugar un tanto saqueado, nos adentramos en las carreteras del norte de Laos.
Fuimos recibidos con la brusquedad de una venta de artesanías, sin mediar saludo ni sonrisa. Las calles parecían un escaparate indígena y los turistas fotografiaban el colorido de vestidos y la alegría forzada sobre las aceras.
No hay modo de abstraerse del estrépito de motocicletas. Las calles son un avispero tan frenético que uno es incapaz de explicarse como es posible que no colisionen las motos. Los cruces y los semáforos son, como mucho, una mera forma de orientar al conductor.
Las casas encaladas eran amplias. Las puertas estaban decoradas con dibujos de colores. Una anciana daba vueltas a un cilindro enorme, forjado para la oración en la cultura budista tibetana.
China empezó a diluirse a medida que se iban escarpando las montañas. Huimos en un todoterreno, con la ansiedad de un fugitivo en campo abierto. Atrás quedaba las ciudades excesivas o el turismo de pueblos cuya magia se vende en tiendas de souvenirs.
La plaza principal, que hace cientos de años servía de posada a viajeros, estaba ahora plagada de discotecas donde la música se estrellaba con nuestras ganas de paz.