Una ciudad de calles estrechas y empinadas en la que la historia se palpa al ritmo de los pies. Cuenca es una de esas villas españolas que es de obligado paso. Su catedral y sus archiconocidas Casas Colgadas han hecho de este enclave un icono que todos tenemos en la memoria.

Hace unos pocos años, todavía con el ánimo y la psiquis trastocados por los restos de una puñetera malaria que había contraído en Brasil dos años antes, decidí embarcarme en un viaje hacia los desiertos costeros del sur marroquí, las riberas atlánticas que se extienden desde Agadir hasta Tarfaya, el antiguo Cabo Juby, en donde hacía escala, en sus vuelos nocturnos, la avioneta-correo de aquel piloto y escritor que fue Antonie de Saint-Exupéry.

Antigua es una ciudad moldeada a base de erupciones y terremotos, que lleva a gala las huellas de decenas de violentos seísmos. Tres volcanes no han sido suficientes para doblegar a esta bellísima villa guatemalteca de entrañas mecidas por poderosas placas tectónicas.